11 de
abril de 1961 10:00 horas, base de lanzamiento espacial soviética de Baikonur,
—¿Qué
probabilidad crees que tiene de salir vivo? —preguntó Oleg.
—No sé
¿a ti qué te parece? —respondió Serguei.
Oleg
abrió mucho los ojos, se rascó la cabeza y bajo un poco la voz.
—Un
cincuenta por ciento, eso es lo que ha estimado el grupo de expertos, pero
estoy seguro que tú piensas que la cifra es mayor.
—Si no
estuviera convencido de que es muy superior al cincuenta por ciento no
autorizaría esta misión, pero ¿cómo voy a darte un número? No soy una
calculadora.
Serguei
removió el té en la taza con la cucharilla y se fijó en el remolino que se
formaba en su interior mientras Oleg no le quitaba la vista del rostro. La
bombilla desnuda que colgaba del techo, sobre la mesa que lo separaba de Oleg,
hacía que el líquido emitiese pequeños destellos limpios y transparentes que
surgían del torbellino que había desencadenado el ligero movimiento de la
cucharilla. En el centro de la taza se hundía el té en un agujero del que a
Serguei le pareció que emanaban los pensamientos que acudieron a su cabeza.
No
había transcurrido todavía un año desde que efectuaron el primer lanzamiento de
su cohete R-7, allí en Baikonur. Fue Oleg quien insistió en que invitasen al General
Nedelin. Podían haberlo evitado porque cuando la cápsula espacial trató de
reentrar en la atmósfera los cohetes de frenado fallaron y rebotó. Se fue a una
órbita superior. La segunda misión, sin Nedelin, fue aún peor. El cohete
explotó en el aire a los treinta segundos del despegue. Las dos perras que
viajaban a bordo de la nave espacial, Chaika y Lisichka, perdieron la vida. Eso
ocurrió dos meses después del primer fracaso. En agosto de 1960 tuvieron éxito
y el cohete R-7 colocó a Belka y Strelka, otra pareja de perras con mejor
suerte, en órbita y las trajeron vivas a la Tierra. Al recordarlo, a Serguei se
le asomó una ligera sonrisa en el rostro. Oleg, que continuaba mirándolo
fijamente, apercibió el gesto.
—Todo
no son malas noticias, Serguei ¿no es así?
—¿Sabes
de qué me estaba acordando?
—Ni
idea.
—De
Strelka.
—¿La
perra?
—Sí,
¿recuerdas que el camarada Nikita Khrushchev, en una reunión de Naciones
Unidas, en Nueva York, prometió regalarle un cachorro de Strelka a Einsenhower
para que se la llevara a la Casa Blanca?
—Ja,
ja…claro que me acuerdo…¿tú crees que se lo ha mandado?
—No sé.
Serguei
levantó la mirada del remolino de té y se topó con los ojos inquisitivos de
Oleg que continuaba observándolo desconcertado.
—Camarada
Serguei —el discurso de Oleg adquirió una tonalidad solemne— si has venido a
conocer mi opinión sobre este lanzamiento, te diré que estamos preparados.
Desde el vuelo de Strelka hemos hecho cuatro pruebas con perros y ratones y,
las dos últimas, además con Iván Ivanovich. Todas fueron bien. La nave Vostok
está lista, se han corregido los problemas. El cohete funciona. No vamos a
ganar nada con otro ensayo.
Iván
Ivanovich era un muñeco que representaba, a escala natural, a un astronauta.
Las
palabras tranquilizadoras de Oleg sirvieron para relajar el rostro de Serguei,
porque sabía que no lo engañaba. Pero el motivo que lo había llevado a
entrevistarse con Oleg no era el de enterarse si estaba seguro o no de que el
cohete R-7 y la nave Vostok se hallaban en condiciones de garantizar el éxito
del lanzamiento. Era otro, aunque aún no sabía cómo decírselo. Todo estaba
organizado para que el astronauta no tuviese que hacer nada durante la misión.
El vuelo se había programado de forma automática, como el de los vuelos con
animales que ya habían lanzado al espacio. Solamente, en circunstancias
excepcionales, al astronauta se le podía autorizar a tomar el control de
algunas funciones. Y para evitar que lo hiciese sin autorización, el astronauta
desconocía la clave con la que se desbloqueaba el sistema, que únicamente
conocían tres personas en Tierra y, en caso necesario, se la transmitirían por
radio.
A los
astronautas no les gustaba que la misión fuera completamente automática. Se
sentían como perros o ratones y creían en su capacidad de pilotos para efectuar
tareas a bordo. Durante el periodo de entrenamiento, a que se sometieron los
veinte seleccionados, dos de ellos, Gagarin y Titov fueron a ver a Serguei para
sugerirle que rediseñaran los procedimientos de forma que el piloto tuviera
algún protagonismo. Pero a Serguei lo convencieron los técnicos: no sabían qué
efecto tendría en los astronautas la ausencia de gravedad; tampoco, hasta qué
punto serían capaces de soportar el estrés, o si se verían sometidos a un
exceso de aceleración cuyo efecto sobre el organismo era imprevisible. Por todo
eso, decidieron que era más seguro mantener el criterio de que la misión
completa se efectuara con un astronauta a bordo sin que tuviese que efectuar
ninguna tarea, salvo de modo excepcional y con autorización desde el centro de
control.
La
clave secreta que permitía retomar el control desde la nave, la sabrían poco
antes del lanzamiento, Oleg, el General Kaminin y él mismo. Serguei no estaba
muy convencido de que aquella era una decisión correcta. La comunicación entre
la nave y la Tierra no era siempre buena y podían surgir imprevistos a bordo.
Tanto Gagarin como Titov conocían muy bien el funcionamiento de la Vostok y sus
condiciones físicas eran excelentes. Se trataba de la vida del astronauta y no
le parecía razonable que un fallo en las comunicaciones impidiera que asumiera
el control manual si resultaba necesario. Aunque era una falta muy grave,
Serguei estaba dispuesto a infringir el procedimiento y darle a Gagarin la
clave de acceso al control manual, antes de que se efectuase el lanzamiento.
El
problema era que Serguei no recibiría esa información hasta el momento del
lanzamiento, cuando entrara en el Centro de Control, y a partir de entonces ya
no vería a Gagarin. Oleg sí, estaría cerca de él minutos antes de que cerraran
la escotilla de la Vostok. Además, Oleg tenía que verificar en la nave que la
clave funcionaba correctamente. Él era la persona indicada para pasarle esa
información, aunque no sabía cómo decírselo.
—Oleg…—Serguei
observó los pequeños ojos de Oleg, detrás de los cristales de sus gafas de
montura redonda, con fuerza como si quisiera penetrar en su interior—…pienso
que es una locura enviar a Yurka al espacio sin que pueda hacer nada.
Absolutamente nada…¿no crees que deberíamos darle la clave antes del
lanzamiento?
Oleg
sintió la mirada de Serguei, como otras veces, cuando quería exponer algo sobre
lo que había reflexionado mucho. Sus ojos oscuros y separados emitían un caudal
de energía silenciosa. Su respuesta fue automática:
—Sabes
que eso está prohibido…
—Sí,
pero las reglas las hacemos nosotros, podemos cambiarlas.
—¿Tú
crees que el General Kaminin estará de acuerdo?
—Por si
no lo está, no pienso preguntárselo— respondió Serguei, con brusquedad.
—Por
cierto, hay rumores de que Kaminin prefiere que vuele Titov— Oleg aprovechó la
oportunidad para cambiar el asunto de la conversación.
—Lo
intentó, en una reunión que tuvimos con el Mariscal General hace unos días. No
me gustó nada aquella maniobra suya. Dijo que Titov era más fuerte, que nunca
se equivocaba en los ejercicios, que Gagarin a veces tenía dudas y que el
propio Gagarin en ocasiones pensaba que no era la persona idónea. Todo eso
dijo…pero el Mariscal comentó que a Khrushchev le había gustado la foto de
Gagarin que ya le había enseñado y supongo que no tenía ganas de llevarle otra
foto. Insistió en que lo importante es que los dos son hijos de la Unión
Soviética ¿Qué más daba, Gagarin o Titov? Al fin y al cabo no tenían que hacer
nada a bordo de la Vostok.
—Si le
damos la clave y comete un error…nos pueden fusilar…
—Mira,
Stalin se murió y ahora no fusilan a nadie. Si Gagarin no regresa, el programa
espacial se acabará y eso es todo, seguiremos con los misiles balísticos; por
eso sus compañeros, los otros diecinueve pilotos que no han sido seleccionados,
le desean tanta suerte.
—No
todos le desean suerte. Titov está furioso, al menos ayer, que estuve con él en
la Vostok repasando los procedimientos, se mostró muy agresivo. Creo que espera
que ocurra algún milagro y sea él quien vuele. Anda diciendo a todo el mundo
que es el mejor y no lo han elegido porque su padre es maestro en vez de un
pobre campesino, como el de Gagarin.
—Sí,
eso ya lo sé…pero escucha Oleg, yo no quiero que Yurka fracase, necesito que
regrese a la Tierra vivo, sin un rasguño. Jamás me perdonaría el haberlo
mandado a la muerte, está casado y tiene dos hijas pequeñas…le he tomado afecto
a ese muchacho. Además, ya te lo he dicho, si muere, el programa espacial, por
el que vengo luchando desde hace tantos años, se acabará para siempre. Por eso
quiero darle la clave. Si surgen problemas y la radio falla no habrá forma de
pasársela, Gagarin no podrá hacer nada para evitar el desastre.
—Está
bien, le daré la clave, pero lo haré porque me lo pides tú, no estoy seguro de
que sea una buena idea— Oleg pronunció aquellas palabras con tono resignado.
—Gracias,
eso es todo lo que te quería decir.
Serguei
no se entretuvo más y abandonó el pequeño despacho de Oleg. En Baikonur todos
los habitáculos tenían unas dimensiones realmente escasas. A veces, la falta de
espacio le agobiaba. Mientras caminaba por el pasillo, Serguei sintió una
ligera sensación de alivio. Las personas que se cruzaban con él lo saludaban y
se apartaban respetuosos para dejarle paso. Llevaban papeles en las manos y
parecían muy ocupados, como siempre ocurría el día anterior al lanzamiento de
un cohete. Cuando llegó a la entrada de su despacho, en la antesala lo recibió
su secretaria que se puso de pie apresuradamente.
—Buenos
días, camarada Director. Ha llamado el General Nikolái Kamanin y dice que
quiere verlo por un asunto urgente.
—No voy
a salir, estaré aquí toda la mañana, dígale que venga cuando quiera.
Serguei
Korolev se acomodó en el sillón de su mesa de trabajo en la que su secretaria
había ordenado una pila de documentos. Eran las últimas pruebas del cohete R-7
y la nave Vostok, y empezó a leerlos despacio, fijándose en los detalles. De
vez en cuando se distraía porque le inquietaba el anuncio de que Kamanin
deseaba entrevistarse con él. El comportamiento del General no había sido
normal durante los últimos días, sobre todo cuando se entrevistaron con el Mariscal.
El 8 de septiembre le presentaron a los jóvenes Águilas que Kamanin había
entrenado como astronautas y gozaban de un estado físico perfecto. Él se había
leído los expedientes de todos ellos y, después de comentarlos con el General,
ambos llegaron a la conclusión de que Yuri Alexeevich Gagarin era la mejor
opción. German Titov sería la alternativa y quedaría como reserva. Durante su
entrevista con los Águilas le pidió al muchacho que le hablase de su vida, de
su persona. Para sus compañeros aquel gesto fue interpretado como una elección.
En efecto así era. Y sin embargo, después de acordar con Kamanin el astronauta
que efectuaría el primer vuelo, el General, sin ninguna advertencia previa,
había mostrado dudas de la elección ante el Mariscal, como si el asunto no
fuera con él. Quizá eso es lo que pretendía, desmarcarse de la decisión por si
las cosas iban mal. En ese caso, contaría con una buena excusa que lo eximiría
de las represalias.
El General
Nikolái Petrovich Kamanin se presentó ante Serguei uniformado. Con la cabeza
erguida sobre un cuello decorado con una corbata bien anudada, el rostro
cuadrado, la frente amplia y generosa, el pelo escaso, algo desordenado, y el
aspecto severo, el aviador imponía respeto. A Serguei no le intimidaban las
estrellas ni las condecoraciones. Nada más entrar en el despacho de Korolev,
Kamanin no tomó asiento. Se mantuvo de pie, en medio de la habitación, y
comenzó su discurso sin ningún preámbulo:
—A
German Titov no le parece que nuestra decisión ha sido justa y está muy
disgustado. Ya sabes que el procedimiento les obliga a permanecer juntos hasta
que se produzca el lanzamiento, para disponer de una alternativa de forma
inmediata. Aunque Gagarin trata de normalizar las relaciones con su compañero,
la actitud de Titov es muy negativa. Me temo que llegue a desestabilizar
emocionalmente a Gagarin, más débil que Titov.
—Y…¿qué
quieres que haga Nikolái? Yo me encargo de que revisen el cohete, la nave
espacial y que los técnicos repasen los procedimientos del vuelo para que no
falle nada, para que todo funcione a la perfección ¿no puedes ocuparte tú de
que los Águilas no compliquen la misión?
El General
Kamanin lanzó a Serguei una mirada que habría fulminado a cualquiera de sus
subordinados, pero que Korolev soportó sin inmutarse sentado en su butacón;
después, sin decir ninguna palabra más, el militar respiró hondo y abandonó el
despacho.
Cuando
el General se fue, Serguei volvió a concentrar su atención en los informes de
las pruebas que se amontonaban en su mesa. Hizo algunas llamadas telefónicas y
después de comer se refugió en su pequeño barracón de madera para descansar un
rato.
Por la
tarde, acudió a la rampa de lanzamiento para subir en el ascensor hasta la
Vostok, situada en la parte superior del gigantesco cohete R-7 que medía más de
38 metros de altura. Conforme ascendía observó con detalle la arquitectura del
cohete. Estaba formado por un estrecho y largo cuerpo cilíndrico con dos
secciones, cuatro cohetes aceleradores adosados al cilindro en la parte
inferior y la nave espacial, esférica, a la que se había acoplado un módulo con
el cohete de frenado, se encontraba arriba del todo. En el interior de la
esfera se alojaba el astronauta. Durante el ascenso, la esfera y el módulo de
frenado estaban protegidos por una cubierta de dos piezas, cónica, que se
desprendía poco antes de iniciarse el vuelo orbital. Serguei había decidido que
las naves espaciales fueran esféricas para dotarlas de estabilidad dinámica
durante la reentrada a la atmósfera. El cohete con el combustible y la nave
espacial, con la que pretendían llevar al primer hombre al espacio, pesaba 287
toneladas. De ese peso, que el R-7 tenía que levantar del suelo en Baikonur,
tan solo poco más de dos toneladas pertenecían a la nave Vostok con el
astronauta a bordo. Cada kilo que sus ingenieros colocaban en la nave
necesitaba de otros cien kilogramos de oxígeno líquido y queroseno para llegar
al espacio.
En la
nave espacial, Serguei se encontró con Oleg y Yurka Gagarin. El muchacho le
sonrió al verlo. Tenía los ojos azules, la sonrisa fácil, buen humor y hablaba
con calma. Era bajito y pesaba menos de 65 kilogramos, como todos los pilotos
elegidos para que volaran como astronautas. Vestía el traje espacial, de color
anaranjado con el casco blanco. A Serguei lo convencieron de que era
conveniente que los astronautas vistieran un traje espacial durante el vuelo,
aunque una despresurización era un fallo poco probable.
—¿Cómo
te sientes ahí dentro?— Le preguntó Serguei.
—Muy
bien, camarada Director.
—A
estas alturas ya te habrán explicado suficientes veces cómo es la misión, pero
aún estás a tiempo de hacer preguntas ¿tienes alguna para mí?
—No,
ninguna.
—A ver,
yo te haré algunas ¿Qué ocurre si no funcionan los cohetes para frenar la nave
y regresar a la Tierra?
—La
excursión se alargará un poco. Llevo provisiones a bordo para pasar unos diez
días, el tiempo que tardará la Vostok en dejar de orbitar, de forma natural, y
reentrar en la atmósfera.
—Bien,
pero en ese supuesto ¿dónde aterrizarás?
—No lo
sabemos, en algún lugar del mundo entre los paralelos 65 grados Norte y 65
grados Sur, pero también llevo una dotación para sobrevivir hasta que me
rescaten.
Serguei
le hizo más preguntas y siguió con Yurka, paso a paso, todo lo que estaba
previsto que ocurriera durante el vuelo, el significado que tendrían algunos
ruidos y lo que se esperaba que hiciese en situaciones de emergencia. Oleg les
ayudó a seguir con un poco de orden aquel repaso. No habría transcurrido una
hora cuando Serguei empezó a encontrarse mal. Se sintió mareado, los ojos se le
nublaban; comprendió que no podía seguir el ejercicio. Oleg se dio cuenta de
que algo le ocurría y llamó a su conductor para que subiera a la Vostok y se lo
llevara al barracón.
El
médico auscultó a Serguei y le recomendó que descansara. Le dio unas pastillas
que lo reconfortaron; Korolev se quedó adormilado sobre su camastro.
Baikonur, 12 de septiembre de 1961.
A las
dos de la madrugada Serguei se despertó. Se encontraba completamente lúcido,
descansado. Pidió un té, se lo tomó y después solicitó que le enviaran un coche
para que lo llevase a la plataforma de lanzamiento. Mientras lo esperaba se
abrigó bien, con su sombrero negro de alas, una bufanda y un tabardo oscuro.
En la
plataforma de lanzamiento había un grupo de técnicos que trabajaba en la
comprobación de sistemas y componentes, previa al lanzamiento. Serguei le preguntó
al jefe del equipo si todo estaba bien.
—Sí, de
momento. Vamos despacio camarada, porque hay poca luz— le contestó el
ingeniero.
—Que
enciendan todos los focos— replicó Serguei en tono autoritario.
—Tenemos
órdenes de los camaradas militares de mantenerlos apagados para que el enemigo
no detecte nuestras actividades.
—¿Qué
enemigo?— el enemigo es una conexión defectuosa amparada en la oscuridad, o una
pequeña grieta —ese es el enemigo. Camarada, enciende las luces para que tus
compañeros vean lo que hacen si no quieres que te despida ahora mismo.
Al poco
rato, todas las luces de la plataforma se encendieron. Serguei vio cómo se
acercaba a toda prisa un coche con un oficial del Ejército. El Capitán se
presentó y lo saludó marcialmente:
—Camarada
Director, tengo órdenes del General de que las luces del campo estén apagadas
durante la noche.
—Dígale
a su General que retire las órdenes si no quiere que lo mande a fregar suelos.
No sería el primero.
El Capitán
volvió a saludarlo y se fue.
Serguei
regresó a su pequeño barracón para tratar de conciliar el sueño, pero aquella
noche no pudo dormir. Salió a la plataforma varias veces para comprobar que la
carga de los depósitos del R-7, de oxígeno líquido y de queroseno, se realizaba
con normalidad y que las luces seguían encendidas; se pasó por el centro de
control por si tenían alguna novedad y revisó los últimos partes
meteorológicos; a las cinco de la madrugada llamó por teléfono a su esposa,
Nina, y habló con ella durante unos minutos.
Después
de desayunar, Serguei fue a la plataforma para despedirse de Yurka. Le dio un
abrazo. Quizá ya no lo volvería a ver nunca más. Oleg le guiñó un ojo, un gesto
de complicidad que le agradeció. La idea de que Yurka supiera cómo asumir el
control de la nave lo tranquilizaba. Aquel muchacho era un hombre sensato que tomaría las decisiones adecuadas
en el momento preciso. A Serguei le preocupaba lo que pudiera ocurrirle cuando
le faltase la gravedad porque en esas condiciones permanecería durante más de
una hora, el tiempo que tardaría en dar una vuelta a la Tierra. Nadie lo había
experimentado antes durante tanto tiempo. Los animales lo habían soportado,
pero no podían explicar cómo les había funcionado el cerebro en ausencia de
gravedad. Y tampoco se le escapaba que de los últimos 17 lanzamientos de los
cohetes R-7, 8 habían fracasado. No era un porcentaje de éxitos demasiado
elevado, aunque parecía que los problemas estaban resueltos porque los últimos
habían salido bien.
Antes
de que faltara una hora para el lanzamiento, Serguei ya estaba en el centro de
control. Empezó a seguir la cuenta atrás moviéndose de un puesto a otro,
mirando de reojo los controles e indicadores. Oleg entró en la sala y le hizo
un gesto afirmativo con la cabeza. Luego se le acercó y le susurró al oído:
—¿Sabes
lo que me ha dicho cuando le di la clave? Pues que ya la sabía porque el General
Kamanin se la había desvelado.
—Joder…
¡Qué fe tenemos en nuestras propias normas!
La
cuenta atrás ya estaba muy avanzada cuando saltó un indicador de fallo: la
escotilla no se había cerrado bien. Serguei tomó la radio y le comunicó a
Gagarin que la abrirían otra vez para comprobar la estanqueidad.
En el
canal de comunicación con la nave Vostok sonaban canciones melódicas que había
pedido el astronauta porque empezaba a aburrirse. Estaba tranquilo, su corazón
latía a 68 pulsaciones por minuto.
A las
09:06 horas el cohete despegó, con tres minutos de retraso sobre lo previsto.
Serguei,
Kamanin y Oleg seguían con ansiedad el ascenso, junto a la radio. Yurka decía
que todo iba bien, pero hubo un momento en que dejó de hablar, su corazón se
aceleró hasta las 158 pulsaciones por minuto. A pesar de las insistentes
llamadas desde la Tierra, Gagarin seguía sin contestar. Oleg se enfrentó a
Serguei y Kamanin y les espetó:
—Quizá
ha tomado el control manual.
—Vete,
cabrón, no quiero verte por aquí— le contestó Serguei.
Al cabo
de unos segundos volvió a escucharse la voz de Gagarin:
—Estoy
bien, estoy bien…
En el
centro de control estalló un aplauso, los técnicos se abrazaban y daban
vítores. Serguei tuvo que imponer orden en el recinto:
—Vamos,
todos a sus puestos. Esto no se ha terminado.
Serguei
se puso en contacto con Khrushchev para decirle que Gagarin orbitaba la Tierra.
El presidente de la URSS, entusiasmado, decidió que lo ascendieran de Teniente
a Comandante porque a Capitán le parecía poco.
Mientras
Yurka disfrutaba de un paisaje que jamás había contemplado ningún ser humano y
hacia comentarios sobre su hermosura, y la agencia TASS distribuía una nota a
todas las radios del país para anunciar que un ciudadano soviético surcaba el
espacio exterior, a Serguei le pasaron una nota en la que decía que la órbita
de vuelo no se ajustaba lo previsto. Alguien había hecho unos cálculos y con el
apogeo a 70 kilómetros más lejos de lo que en principio se había estimado, si
los cohetes de frenado no funcionaban, la nave no reentraría en la atmósfera en
diez días, sino dentro de un par de meses.
Los 108
minutos que tardó la Vostok en circunvalar la Tierra, se le hicieron muy largos
a Serguei. Si los cohetes de frenado fallaban, ni siquiera sabía cómo explicarle
a nadie las consecuencias que aquello tendría.
Los
cohetes no fallaron, pero el vuelo aún les aguardaba una sorpresa. Los cohetes
de frenado se alojaban en un módulo, unido a la cápsula esférica Vostok, que
después de la deceleración debía separarse de ella. No ocurrió así: Cuando la
Vostok inició la reentrada a la atmósfera terrestre, el módulo continuaba unido
a la nave espacial. Los dos empezaron a girar a gran velocidad y Gagarin lo
comunicó, alarmado, al centro de control. Fueron unos momentos difíciles. El
astronauta se vio sometido a una fuerte aceleración, del orden de 10 g, y en el
centro de control no sabían exactamente qué era lo que sucedía a bordo de la
Vostok.
Serguei
pensó que quizá en aquel momento Yuri decidiría retomar el control manual, si
estimaba que la situación lo requería. Para culminar la misión, era necesario
hacer saltar la escotilla principal a unos 7.000 metros de altura y después
activar la eyección del astronauta para que descendiese en paracaídas, separado
de la Vostok que caería a tierra con otro paracaídas. Sin embargo, con una
aceleración de 10 g, Yuri podía quedar inconsciente. Durante unos segundos se
arrepintió de haberle dado la clave. Aunque no se lo pareciese al astronauta,
Serguei creía que la situación no era de emergencia.
El
módulo de los retrocohetes estaba enganchado a la Vostok mediante unos cables
cuyos conectores no se abrieron cuando se produjo la detonación que tenía que
separarlo de la nave. El calentamiento del conjunto, generado por el roce con
el aire de la atmósfera, terminó por quemar los cables que mantenían
enganchados el módulo con la Vostok y se separaron.
Gagarin
llegó a tierra, tranquilo y de buen humor. Se encontró con campesinos a los
que, asustados, trató de explicarles que era un ciudadano soviético, como
ellos. Un helicóptero militar lo encontró y lo trasladó a Engels.
En el
centro de control, Serguei y su equipo de técnicos brindaron por el éxito de la
misión. Korolev sabía que a partir de aquel instante, Gagarin había pasado a
convertirse en una de las figuras de la historia que alcanzarían la
inmortalidad. Titov tenía razón, aunque él tripulara el siguiente vuelo y diese
muchas más vueltas a la Tierra, su nombre jamás alcanzaría la fama de Yurka.
Al
igual que él, Serguei Korolev, el Director o Jefe de Diseño, que no le dejaban
aparecer en público, ni viajar al extranjero, para que nadie lo conociese; ni
siquiera que luciera sus medallas en los actos oficiales, para que no lo
identificaran. Acudiría a Moscú a los fastos que Khrushchev tenía previstos
para celebrar la proeza soviética que simbolizaba Gagarin. El presidente lo
mantendría en un segundo plano, pero él podía mandar a barrer a un General. Lo
importante es que Yurka estaba vivo y la aventura acababa de empezar.
Fuente:
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