12 de abril de 2020

LA GUERRA AEREA EN EL VIETNAM


Crédito https://archivoshistoria.com




Por Camille Rougeron.

Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial todos los temas de maniobras militares giraban en torno de la superioridad aérea. El Ejército que la poseyese podía a su antojo detener una ofensiva blindada, como lo hicieron con sus bombarderos-cohetes los cazas-bombarderos americanos y británicos bloqueando el contraataque de las Panzer división en Normandía; destruir las flotas de guerra y los navíos mercantes en el mar y en los puertos; o aplastar bajo las bombas explosivas e incendiarias las industrias, los centros urbanos y las poblaciones a la manera de Hamburgo, Dresde y Tokio. Acaso también (aunque esta capacidad parecía entonces reservada a los Estados Unidos para mucho tiempo) podía lanzar sobre sus objetivos, tácticos o estratégicos, algunas de estas bombas atómicas que habían reducido a cenizas Hiroshima, Nagasaki y sus habitantes. Así se dispensaba del costoso esfuerzo que habían impuesto seis años de una larga lucha a las aviaciones que no disponían más que de los explosivos químicos.

Veinte años más tardé, las operaciones aéreas conducidas en el Vietnam muestran cómo ha evolucionado la opinión respecto a las capacidades de la guerra aérea. Ante los combatientes Vientcong y los del Vietnam del Norte, a los cuales sus aliados chinos miden con avaricia su concurso, jamás ha habido superioridad aérea que haya alcanzado el grado de la que poseen los Estados Unidos. Sin embargo, las unidades, regimientos, batallones y guerrilleros independientes empeñados en el Vietnam del Sur reparan allí fácilmente las pérdidas moderadas que les infligen los combatientes gubernamentales y americanos, e incluso acrecientan de mes en mes sus efectivos. Sometidas a bombardeos casi cotidianos las vías férreas y las rutas que enlazan China con Hanói y Haifong, lo mismo que la pista Ho-Chi-Minh, que alimenta a las tropas actuando en el Vietnam del Sur, los refuerzos y el material no se ven impedidos de afluir allí. Las operaciones se prolongan, el presupuesto militar de los Estados Unidos se infla, el Cuerpo expedicionario absorbe una parte creciente de los tres millones de hombres en uniforme a la disposición del Departamento de Defensa, sin que se aperciban las perspectivas de éxito sobre las cuales podía desembocar este esfuerzo.

La degradación de la potencia aérea no ha sobrevenido bruscamente con ocasión de las operaciones en el Vietnam. Cronológicamente, la guerra de Corea había marcado ya sus límites en las misiones tácticas. Los artefactos balísticos se han impuesto en primer término como concurrentes, e inmediatamente como reemplazantes del avión en la guerra nuclear. En fin, la potencia de la guerra subversiva que había aparecido desde las operaciones que Francia emprendía en Indochina hasta el 1954, había sido subestimada, tanto como la incapacidad de una aviación para intervenir allí útilmente.

La guerra subversiva.

Desde el comienzo del siglo último el tipo de guerra que hoy se califica de subversiva o de revolucionaria ha conseguido, contra los medios más numerosos y mejor equipados de los ejércitos clásicos, unos éxitos que no se pueden ignorar.

La guerra subversiva ha destruido dos veces la “Grande Armée” de Napoleón: primero en España, después en Rusia.

Durante varios años, el ejército francés de España no pudo asegurar el enlace de sus Cuerpos, entre ellos o con la metrópoli, más que por las mismas expediciones que están obligadas a montar las tropas sudvietnamitas o americanas cuando se proponen atravesar las zonas controladas por el Vietcong. Un servicio de informaciones extendido sobre el país bajo las órdenes de la “Junta Suprema” (el FLN de aquella época), orquestaba este conjunto de operaciones tan costosas para el ocupante como una guerra regular. Llamado en socorro por sus mariscales, Napoleón apenas tanteó la situación, pues descubrió un asunto urgente para llamarle nuevamente a Rusia oriental, donde le esperaban unos adversarios más respetuosos de la tradición.

El papel de la guerrilla rusa en el curso de la campaña de 1812 no fue tan exclusivo como el de la guerrilla española. Si el ejército de Kutnsov no consiguió obtener una victoria, no por ello infligió menos pérdidas severas a la “Grande Armée”. Pero las dificultades de abastecimiento de Napoleón, que le hicieron perder sucesivamente sus convoyes, su caballería y por fin su infantería, que ni siquiera llegaba a poder alimentar, fueron obra de los guerrilleros más que del ejército regular.

Los historiadores rusos han puesto perfectamente en evidencia su papel y sus métodos. Tarlé escribe: “Fue el campesino ruso quien aniquiló la magnífica caballería de Murat. Hizo reventar los caballos quemando el heno y la avena que los forrajeros venían a buscar; y a veces tirando al fuego a los mismos forrajeros”. ¿Es que Tarlé, profesor francés en la Universidad soviética de Leningrado, se dejaría arrastrar por alguna idea preconcebida sobre las capacidades del pueblo para salvarse a sí mismo, a pesar de unos dirigentes indignos? Pero las mismas apreciaciones vuelven a encontrarse en la Historia de Rusia, de Miliukov, profesor en la Universidad imperial de Petrogrado: “Lo que no han podido hacer el Zar y sus Generales; lo que estuvo por encima de los medios de la clase dirigente, de los nobles, de los propietarios territoriales, que basta en el curso de la guerra patriótica no han olvidado sus privilegios; lo que, en fin, ha excedido las fuerzas del Estado ruso, debilitado por las tareas inherentes al régimen absoluto, el pueblo ruso lo ha hecho”.

La lección fue sacada por Clausewitz, partido de Berlín al servicio del Zar y regresando con las tropas rusas por la ruta que jalonaban los cadáveres de los “Grande Armée”. Clausewitz decía: “Las inmensidades rusas impiden al asaltante ocupar el terreno que deja detrás de él. Profundizando este pensamiento llegué a la convicción de que un gran país de civilización europea no puede ser conquistado sin la ayuda de discordias interiores”.

La experiencia americana en el Vietnam obliga a extender la conclusión de Clausewitz a los pequeños países y las civilizaciones asiáticas.

En su número semanal del 15 de mayo último, el New York Times informaba sobre una conversación de 1962 entre un General de la US Army y un especialista de la “guerra psicológica”, que se quejaba de no recibir un concurso suficiente por parte de los “consejeros” militares, denominación oficial de las decenas de millares de aquellos que los Estados Unidos habían entonces destacado cerca del ejército sudvietnamita. El general respondía: “No tenemos nada que hacer con la guerra psicológica. Hay unos 20.000 Vietcongs en este país; matadlos y la guerra habrá terminado”. El otro replicaba: “Esto es lo que los franceses han hecho durante nueve años matando comunistas, lo cual no les ha impedido perder la guerra de Indochina”.

“No han matado bastantes, respondió el General. Si matáis suficientemente la guerra estará ganada”.

La dificultad en este asunto es distinguir al Vientcong del campesino que sólo pide cultivar en paz su arrozal y a quien el primero obliga a prestarle su concurso. ¿El avión facilita esta distinción entre el malo y el bueno, aquel a quien hace falta matar y aquel a quien se puede dejar sobrevivir? El general Ky ha acabado por obtener de los Estados Unidos algunos aviones de reacción, juzgados indispensables para el Standing de una aviación militar, cuyo mando acumula en Vietnam con las funciones de un jefe de Gobierno.

Al mismo tiempo, la US Air Forcé entabla la operación inversa. Juzgando que los birreactores de “Mach 2” y de una treintena de toneladas eran inútilmente rápidos y pesados para llevar una guerra antisubversiva, puso en estudio un avión “COIN” (COinter INsurgency), de 5000 kgs, con dos turbopropulsores, no sobrepasando los 500 kilómetros hora, que ha encargado a “Nort American” después de un concurso y de los cuales recibirá los primeros ejemplares al fin de 1966.

Sin duda, desde el estricto punto de vista presupuestario, un material así conduciría más económicamente en el Vietnam del Sur los bombardeos sobre las zonas que las “Stratofortresses” con base en Guam, a los cuales se confía esta labor. Pero con la diferencia que no parece grave al país, que hoy consagra más de setenta mil millones de dólares a su presupuesto militar, de que el avión “COIN” no está más en condiciones que el “Stratofortress” de distinguir en cada aldea los dos o tres Vietcongs que en ella perciben su tributo, y los apacibles campesinos que les consienten, por temor de lo peor.

Hace falta no los dos mil aviones y helicópteros, aproximadamente, que los Estados Unidos han expedido al Vietnam, sino seguir la fórmula de Hauson W. Baldwin, crítico militar del New York Times: “el soldado de infantería que se desplaza sobre sus piernas, llevando su fusil en la mano”.

Seguramente, para economizar esta infantería, el avión puede siempre ametrallar las aldeas inaccesibles a la bomba explosiva o incendiaria, mientras que el helicóptero esparcirá indistintamente sobre los árboles y los arrozales sus productos destructores del follaje. Pero el campesino, al cual el Vietcong ha hecho tomar la precaución de preparar un abrigo subterráneo, está dispuesto a adherirse a su salvador, si sobrevive.

Los veinte mil combatientes vietcongs de 1962 han llegado a ser sesenta mil en 1966 solamente en batallones equipados, a los cuales las más recientes estadísticas americanas añaden unos doscientos mil encuadradores políticos, administrativos y simpatizantes que se infiltran hasta en la numerosa mano de obra local, de la cual no puede prescindir el Cuerpo expedicionario.

La guerra antisubversiva es una forma de lucha donde no basta con “matar Vietcongs” para vencer. El bombardeo aéreo de las aldeas que no se consigue someter puede, todo lo más, pacificarlas de la manera que, cinco, siglos antes de Napoleón y su guerra de España, Tamerlán había escogido para Asia Central. Buen militar, a veces letrado, “amateur” de arte y devoto musulmán, sólo hay que reprocharle las pirámides de cráneos, hoy todavía, erguidas en las ruinas de los países antaño florecientes que resistían a su ley.

La guerra convencional.

En el curso de la Segunda Guerra Mundial, el éxito del avión contra los mejores equipados ejércitos de tierra y mar dio a pensar en que, a defecto de un completo dominio del aire, la “superioridad aérea” garantizaba la victoria.

No se concedió la importancia que merecían a las operaciones de la guerra de Corea, donde unas tropas desprovistas de todo armamento pesado y de aviación en particular hicieron fracasar al ejército de las Naciones Unidas y al poderoso material que los Estados Unidos ponían a su disposición.

Sin duda hizo falta un año para que esta solución se desprendiese. La situación crítica de los escasos contingentes desembarcados al comienzo de las hostilidades ante un ejército norcoreano bien equipado, incitó a MacArthur a dar prioridad al apoyo directo por la aviación, que podía intervenir desde sus bases del Japón y Okinawa. Utilizando principalmente cazas a reacción “Shooting Stars”, la aviación suplió a la infantería para la destrucción de los carros y reemplazó a la artillería, ausente por la contra-batería.

“Sin las fuerzas aéreas del Extremo Oriente (declaraba el General Stratemeyer a mitad de julio de 1950) hoy no habría ni un americano en Corea”

En Agosto, Mac Arthur accedió a la petición del mando local de la aviación, apoyada por el General Vandenberg, jefe de Estado Mayor del Aire, para añadir el apoyo directo al corte de las comunicaciones. Esto se consiguió muy bien. Las tropas norcoreanas que sitiaban y rodeaban el reducto de Fusan, tuvieron que reemplazar el camión por la tracción animal. Luego por la carretilla, después por el porteo a hombros humanos. En el crepúsculo, toda la población requerida se ponía en movimiento para pasar municiones
y víveres de aldea en aldea. La ruptura del frente del reducto y el desembarco de Inchan marcaron el triunfo de la aviación táctica, que empujó hacia los alrededores del Yalú a los restos del ejército norcoreano.

La situación se volvió del revés en ocasión de la contraofensiva chino-coreana de noviembre de 1950. El apoyo directo y el apoyo indirecto revelaron ser tan ineficaces el uno como el otro para contener a un asaltante que se había adaptado, había abandonado tanto los carros como la artillería, y rechazaba sobre varios centenares de kilómetros al ejército de las Naciones Unidas, con una infantería equipada de metralletas, granadas y morteros.

Las misiones tácticas sólo recobraron su interés en mayo de 1951, cuando impusieron a los ejércitos chino-coreanos una guerra de posiciones, que rápidamente se transformó en una organización subterránea perfectamente al abrigo de la artillería pesada, de los proyectiles de 406 mm, de la más importante fuerza naval del mundo cruzando a lo largo de las costas, y de las grandes bombas de los “Superfortresses”. A la aviación táctica sólo le quedaba el repliegue sobre el apoyo indirecto, que el General Van Fleet sancionó, a partir de agosto de 1951, bajo el nombre de operación Strangle.

Trazando su balance, el general Weyland podía poner en su activo un millar de puentes destruidos o dañados, así como dieciséis mil cortes de la red ferroviaria y afirmar que hasta el final había garantizado a las fuerzas de las Naciones Unidas contra toda gran ofensiva comunista. Sin embargo, el adversario no dejaba de tener posiciones inexpugnables, sin que se pudiesen contener su abastecimiento o sus refuerzos.

Lo mismo que el ejército norcoreano, y después el ejército chino que vino en su ayuda y que perdieron ambos algunos centenares de millares de hombres antes de descubrir los méritos del abrigo subterráneo, las guerrillas Vietcongs y los batallones o los regimientos del Vietnam del Norte, que les prestan su concurso, emplearon mucho tiempo en descubrir que podían sostenerse, con pérdidas aceptables, bajo los bombardeos aéreos del adversario.

Los primeros fracasos de la aviación americana remontan a sus tentativas de 1965 para impedir la llegada de los refuerzos y el material norvietnamita por la pista Ho-Chi Minh.

Abiertas en la jungla, doblando por medio de senderos y puentes sumergidos a las obras de ingeniería destruidas, utilizadas de noche cuando los transportes de día se revelan como demasiado peligrosos, las rutas de abastecimiento son difíciles de localizar e imposibles de cortar.

El bombardeo aéreo sólo sería un ¡impedimento para ejércitos equipados a la manera occidental. Queda sin efecto contra aquellos cuyas necesidades se limiten al mortero y a la ametralladora pesada.

Empleada la aviación táctica en apoyo directo contra las tropas de vanguardia, después de algunos éxitos se ha visto imponer la misma parada de la guerra subterránea. En octubre y noviembre de 1965, en ocasión de la operación All-the way, desarrollada a partir de Plei Me, la primera división de caballería aeromóvil contaba más de 1000 cadáveres enemigos ante sus líneas y estimaba en 2000 el número de los muertos cuyos cuerpos habían podido ser retirados. Pero el 8 de enero de 1966, una operación del mismo género, Crimp, reemprendida por 8000 americanos, australianos y neozelandeses, precedida del bombardeo ritual por los “B-52”, partidos de Guam y acompañada por 200 helicópteros, cayó sobre una red de túneles profundos que podían abrigar una división. Dos días después del comienzo no se señalaba aún más que un Vietcong matado y algunos viejos a quienes la inyección de gases lacrimógenos había forzado a salir de sus abrigos. Al final de la operación se contaban 62 vietcongs matados y 500 habitantes de la región apresados y considerados como sospechosos, contra unas pérdidas calificadas de “ligeras” (o sea, poco más o menos equivalentes) para los 8000 hombres que el mando americano había utilizado.

La guerra subterránea no pide hoy el cemento de la línea Maginot, ni la costosa mecánica en servicio en los Estados Unidos para perforar un pozo o un túnel. Basta con algunos utensilios portátiles y una barra de mina para la roca. Pero hacen falta igualmente algunas semanas o algunos meses de trabajo ininterrumpido, a los cuales se resigna difícilmente un combatiente americano. Después de que las bombas de avión han machacado la superficie y de que los centenares de helicópteros de una división aeromóvil han depositado allí los combatientes, ya no se sabe qué hacer con tal red de túneles.

El telegrama de la “Associated Press” que daba cuenta de la operación Crimp, estimaba que la destrucción del conjunto hubiera requerido tanto explosivo como para hacer saltar el Mont Blanc. Además, había hecho falta colocarlo después de haber explorado muchas galenas, algunas de las cuales debían tener trampas. Así, pues, se resignaron a abandonarlas, llenándolas de gases más o menos nocivos; lo cual no garantizaba ni siquiera el que no hubiesen quedado vietcongs refugiados en rincones aislados, aireados por unos túneles que desembocasen en la superficie bajo camuflaje.

El mantenimiento, en sectores de acceso difícil, de un ejército mixto de vietcongs y de regulares vietnamitas del Norte enviados en su ayuda, no agota ni siquiera las posibilidades de una guerra convencional realizada en el Vietnam del Sur. Del mismo modo que el ejército chino-coreano ha podido mantener durante varios años un frente de unos 150 kilómetros a través de la península y rechazar los ataques de las Naciones Unidas emprendidos con recursos de municiones que sobrepasan en densidad los “records” de las dos primeras guerras mundiales; del mismo modo a favor de los desacuerdos entre el Gobierno Ky y sus administrados de la región de Hué, el Vietcong
podría quizá instalar en la estrecha banda litoral entre la frontera de Laos y la costa, sobre unos sesenta kilómetros, un frente terrestre que desafiaría todas las ofensivas americanas. Entre la guerra subterránea y la guerra aérea no dudamos en apostar por la primera.

La guerra nuclear.

La potencia de destrucción de las armas nucleares, tanto en misiones tácticas como en misiones estratégicas, no es discutida por nadie. Desde la granada atómica tirada por el fusil de un soldado de infantería hasta la carga de una mina nuclear de varios megatones, sobre la que las autoridades alemanas y americanas anunciaban, desde el fin de 1964 que habían preparado los emplazamientos a lo largo del telón de acero, un ejército de tierra dispone de todos los materiales capaces de expulsar de sus abrigos mejor concebidos al adversario que apuesta por la guerra subterránea. Desde la explosión baja con una carga de algunos megatones destruyendo una gran ciudad, sus industrias y su población, que es la solución retenida por los Estados Unidos, hasta la explosión alta alcanzando los cien megatones, ciudades y campiñas, solución preferida por la URSS, cada uno de estos países posee, con las armas que ha almacenado, los medios de destruir varias veces a su adversario e incluso hasta a la Humanidad en conjunto.

La cuestión a resolver no concierne la carga explosiva nuclear sino su “vector”, el vehículo que la llevará a su destino. Hoy, cuando más de diez años de ensayos y construcciones en serie han dotado a las dos grandes potencias nucleares de un “stock” de misiles intercontinentales, en silos dispersos a prueba de toda destrucción por sorpresa, a los cuales se añaden los que llevan los submarinos de propulsión atómica en cruceros de larga duración y detección muy difícil. ¿Es indispensable completar este armamento con una aviación de bombardeo, de gran radio de acción y en alerta permanente? La cuestión es debatida en los Estados Unidos desde hace varios años, por una parte, entre los jefes de la US Air Force, la industria aeroespacial y los poderes defensores que han encontrado en el Congreso; y, de otra parte, el Secretario de Defensa, Mac Ñamara, que rehúsa comprometerse sin razones imperiosas al estudio y la construcción en serie de costosos aviones nuevos.

La hostilidad de la US Air Forcé respecto a los misiles como concurrente del avión data ya de lejos. En 1955, al día siguiente de las primeras detecciones sobre la URSS de trayectorias de misiles balísticos con alcance que hoy se califica de “intermediario”, el General Nathan Twining, jefe del Estado Mayor de la US Air Force, aconsejaba volver el “arma absoluta” a sus verdaderas proporciones. Decía que hará falta mucho tiempo antes de que las posibilidades de los misiles alcancen las del avión. “La parada será descubierta en cuanto los dos campos las posean...; De hecho, la vía que seguimos, preparando su construcción, nos servirá para poner a punto una defensa”.

Confiada la defensa a la US Army y a su “Nike-Zeus”, convertido hace tiempo en “Nike-X”, a pesar de los dos mil millones de dólares consagrados a este estudio no ha hecho progresos suficientes para que Mac Ñamara acepte comprometer los veinte o treinta mil millones de dólares que reclamaría la construcción en serie de un material que él juzga todavía imperfecto. Sin duda, los dirigentes soviéticos dan cuenta de resultados más adelantados, e incluso se anuncia que inmediatamente se va a comenzar el despliegue de misiles anti-misiles alrededor de Moscú y de Leningrado. Simultáneamente, los mismos dirigentes anuncian que los misiles soviéticos estarían al abrigo de ser interceptados por los misiles anti-misiles americanos.

Justas afirmaciones tienen algún fondo de verosímil, en el estado actual de las armas nucleares y de su potencia. Los misiles soviéticos, y su carga de sesenta a cien megatones, pueden ejecutar sus destrucciones incendiarias con una explosión hacia 80.000 a 100.000 metros de altitud, en el casi vacío de la alta atmósfera, donde serían acompañados de decoys ligeros, de señuelos que impedirán a los “radares” de la defensa distinguir en este haz el verdadero objetivo sobre el cual haría falta dirigir el misil anti-misil. Al contrario, los conos de carga de los misiles americanos, de débil potencia, destinados a destrucciones por el soplo de una explosión a una altitud de algunos millares de metros, no pueden hacerse acompañar por estos señuelos ligeros reflejando las ondas de los radares, pues arderían al penetrar hacia 40000 a 50000 metros en la atmósfera resistente. Un misil anti-misil de fuerte aceleración emplazado en la vecindad del objetivo puede, desde luego, interceptar el misil detectado y vaporizarlo en su bola de fuego hacia 20000 a 30000 metros sin que la explosión nuclear simultánea del uno y el otro provoque daños serios en el suelo.

Los defensores del misil de débil o media potencia no se consideran por eso vencidos. Mac Ñamara ha multiplicado los estudios para un cono de carga maniobrando al volver a entrar en la baja atmósfera, que le apartaría ligeramente de la prolongación de su trayectoria detectada por radar. Añade una protección térmica que permitiría al misil atravesar una bola de fuego sin volatizarse. En fin, un tercer estudio enfoca el debilitamiento de la reflexión de las ondas de los radares por el misil, lo cual retardaría las posibilidades de su distinción con los señuelos. Todas estas “ayudas” a la penetración, separadamente o a combinación, son previstas para el “Poseidón”, nueva versión del “Polaris”, y sobre los últimos modelos del “Minuteman”. De tal modo que la colocación de una red de misiles anti-misiles en la URSS, en el caso de que se confirmase, no tendría otro efecto que el de desencadenar una guerra entre el progreso de los misiles y el de los anti-misiles, carrera de la que Mac Ñamara afirma que los primeros saldrán vencedores.

Desde aquí a entonces se multiplican las amenazas de desaparición del bombardero pesado. Después de que, en junio de 1962, la (“744” y última “Stratofortress B-52” salió de la cadena de Wichita, ninguna construcción de serie la ha reemplazado. Mucho más, ningún nuevo prototipo de bombardero pesado ha sido puesto en estudio, a pesar de las demandas de la US Air Force para un “AMSA” (Advanced Manned Strategic Aircraft) y de los votos de crédito por el Congreso. Los más antiguos modelos de “B-52” están condenados para el plazo de 1970 y acondicionados desde ahora hasta entonces para el lanzamiento de bombas ordinarias sobre las zonas ocupadas por el adversario en el Vietnam del Sur. Pero no es el caso de hacerles afrontar a los cazas vietnamitas del Norte, chinos o soviéticos enviándoles hacia Hanoi o Haifong, y ofreciendo al mundo comunista la ocasión de demostrar su impotencia exponiendo los restos de uno de estos monstruos, de más de 200.000 kilos.

Al comienzo de mayo, sin duda en relación con el incidente de Palomares, Mac Ñamara ha decidido abandonar, por razones de economía, la alerta en vuelo inaugurada en enero de 1961, y en la que las “Stratofortresses”, con su carga de bombas nucleares y sus aviones de avituallamiento, estaban en el aire en permanencia, prontos a ser dirigidos hacia los objetivos que se les designase y sin riesgo de ser aplastados en sus bases antes de haber podido despegar bajo los golpes de los misiles nucleares del adversario. Con cerca de un millar de “Minuteman” en sus silos y de quinientos “Polaris” en los alvéolos de los submarinos, Mac Ñamara estima que los bombarderos no tienen que temer esta sorpresa y que los misiles “Minuteman” y “Polaris” bastarían para una respuesta capaz de apartar de tal tentación al adversario. Pero, entonces, ¿para qué conservar bombarderos pesados y sobre todo estudiar otros nuevos, de los cuales una primera estimación fija el coste en una decena de miles de millones de dólares, si los misiles metidos en la roca o bajo las aguas pueden suplirlos sin correr los mismos riesgos?
¿Para qué conservar interceptores de “Mach 2” y, sobre todo, reemplazarlos por los interceptores de “Mach-3”, que reclama sin éxito la US Air Force Si el adversario (que, por otra parte, no parece haber preparado formaciones de bombarderos pesados en número comparable al del Strategic Air Command) tiene en sus silos o en sus submarinos en crucero unas armas nucleares en cantidad suficiente para prevenir el fracaso de cualquier ofensiva a base de aviones?

La decadencia del arma aérea.

La impotencia, poco menos que total, del avión en la guerra subversiva no ofrece ya duda; como su intervención en las tentativas de pacificación de las zonas controladas por el Vietcong ha confirmado suficientemente. En la guerra convencional, la incapacidad del avión para detener los refuerzos y el material destinado a un frente había sido demostrada en Corea, tanto como la capacidad de resistencia de una organización subterránea a los bombardeos más violentos. Allí, también, las operaciones efectuadas contra las posiciones que las unidades constituidas del Vietcong o del Vietnam del Norte han tenido tiempo de organizar, habrán confirmado la falta de aptitud del avión para expulsarles.

Queda la guerra nuclear, donde, felizmente para la Humanidad, la experiencia no se ha pronunciado aún sobre las respectivas virtudes del avión y del misil para la “entrega” del explosivo nuclear; y se debe escoger entre las afirmaciones contradictorias teóricas de Mac Ñamara y los defensores de la US Air Force. Las precauciones tomadas para no exponer las “Stratofortresses” en zonas donde tendrían que afrontar a los “Migs” o a los “SAM-2” (Surface to Air Missiles) de la zona Hanoi-Haifong, hacen creer que incluso los responsables del Strategic Air Command no se hacen ilusiones sobre la capacidad de un bombardero pesado de “Mach-1” para volar sobre un territorio donde se encontraría con tales adversarios.

Sin duda, los cazas-bombarderos del “Mach-2” han ejecutado sus misiones sobre el Vietnam del Norte sin pérdidas demasiado graves, después de haber ensayado sucesivamente el lanzamiento en vuelo rasante, para terminar por un compromiso apenas satisfactorio. Pero nada llega a hacer creer que unos “SAM” mejorados, del género de los “Hank”, en servicio desde hace varios años en el ejército americano y en los ejércitos europeos miembros de la NATO, no tendrían, contra aviones a escasa altitud, la eficacia que se les atribuye en los ejercicios de tiro sobre un blanco bajo. El lanzamiento de bombas nucleares en vuelo rasante, previsto en países como Francia, que aun han puesto todavía en servicio silos ni submarinos atómicos para misiles del género “Minuteman” o “Polari”, no resistiría largo tiempo a la experiencia de las primeras tentativas.

El arma aérea no escapará a la ley que impone la evolución, y con frecuencia la inversión, de los materiales militares. En el curso de la Segunda Guerra Mundial el carro ha triunfado durante varios años, aunque al final su utilidad no haya sido evidente. La guerra de Corea ha probado su impotencia. Esta demostración no impide a los grandes ejércitos sostener divisiones blindadas, de las cuales renuevan obstinadamente un material que no resistiría al menor proyectil “bazooka”. Pero sus ilusiones no van hasta emplearlos contra los batallones y regimientos vietcongs y vietnamitas del Norte, desplegando así el espectáculo de su inutilidad.

La demostración de la impotencia del navío de línea ante el avión parecía difícilmente discutible al día siguiente de los éxitos que obtuvo la aviación japonesa contra los acorazados americanos en el fondeadero de Pearl Harbour, y los acorazados británicos sobre las costas de Malasia. Esto no impidió a la US Navy reconstruir, en el curso de la Segunda Guerra Mundial, la más potente flota acorazada que hayan jamás tenido los Estados Unidos.

Bajo una protección aérea suficientemente densa consiguió seguir a los portaaviones. El principal papel que desempeñaron los buques de línea en el Pacífico fue el de recoger sobre uno de ellos, en la rada de Tokio, la firma del armisticio. De todos modos, se ha acabado por renunciar a conservarlos de otra forma que como cuarteles flotantes después de su desarme. La suerte del portaaviones y del navío de línea amenaza ser la misma para el avión.

Fuente: https://www.academia.edu