12 de abril de 2020
LA GUERRA AEREA EN EL VIETNAM
Por
Camille Rougeron.
Inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial todos los temas de maniobras militares
giraban en torno de la superioridad aérea. El Ejército que la poseyese podía a
su antojo detener una ofensiva blindada, como lo hicieron con sus
bombarderos-cohetes los cazas-bombarderos americanos y británicos bloqueando el
contraataque de las Panzer división en Normandía; destruir las flotas de guerra
y los navíos mercantes en el mar y en los puertos; o aplastar bajo las bombas
explosivas e incendiarias las industrias, los centros urbanos y las poblaciones
a la manera de Hamburgo, Dresde y Tokio. Acaso también (aunque esta capacidad
parecía entonces reservada a los Estados Unidos para mucho tiempo) podía lanzar
sobre sus objetivos, tácticos o estratégicos, algunas de estas bombas atómicas
que habían reducido a cenizas Hiroshima, Nagasaki y sus habitantes. Así se
dispensaba del costoso esfuerzo que habían impuesto seis años de una larga
lucha a las aviaciones que no disponían más que de los explosivos químicos.
Veinte
años más tardé, las operaciones aéreas conducidas en el Vietnam muestran cómo
ha evolucionado la opinión respecto a las capacidades de la guerra aérea. Ante
los combatientes Vientcong y los del Vietnam del Norte, a los cuales sus
aliados chinos miden con avaricia su concurso, jamás ha habido superioridad
aérea que haya alcanzado el grado de la que poseen los Estados Unidos. Sin
embargo, las unidades, regimientos, batallones y guerrilleros independientes
empeñados en el Vietnam del Sur reparan allí fácilmente las pérdidas moderadas
que les infligen los combatientes gubernamentales y americanos, e incluso
acrecientan de mes en mes sus efectivos. Sometidas a bombardeos casi cotidianos
las vías férreas y las rutas que enlazan China con Hanói y Haifong, lo mismo
que la pista Ho-Chi-Minh, que alimenta a las tropas actuando en el Vietnam del
Sur, los refuerzos y el material no se ven impedidos de afluir allí. Las
operaciones se prolongan, el presupuesto militar de los Estados Unidos se
infla, el Cuerpo expedicionario absorbe una parte creciente de los tres
millones de hombres en uniforme a la disposición del Departamento de Defensa,
sin que se aperciban las perspectivas de éxito sobre las cuales podía
desembocar este esfuerzo.
La
degradación de la potencia aérea no ha sobrevenido bruscamente con ocasión de
las operaciones en el Vietnam. Cronológicamente, la guerra de Corea había
marcado ya sus límites en las misiones tácticas. Los artefactos balísticos se
han impuesto en primer término como concurrentes, e inmediatamente como
reemplazantes del avión en la guerra nuclear. En fin, la potencia de la guerra
subversiva que había aparecido desde las operaciones que Francia emprendía en
Indochina hasta el 1954, había sido subestimada, tanto como la incapacidad de
una aviación para intervenir allí útilmente.
La
guerra subversiva.
Desde
el comienzo del siglo último el tipo de guerra que hoy se califica de
subversiva o de revolucionaria ha conseguido, contra los medios más numerosos y
mejor equipados de los ejércitos clásicos, unos éxitos que no se pueden
ignorar.
La
guerra subversiva ha destruido dos veces la “Grande Armée” de Napoleón: primero
en España, después en Rusia.
Durante
varios años, el ejército francés de España no pudo asegurar el enlace de sus
Cuerpos, entre ellos o con la metrópoli, más que por las mismas expediciones
que están obligadas a montar las tropas sudvietnamitas o americanas cuando se
proponen atravesar las zonas controladas por el Vietcong. Un servicio de
informaciones extendido sobre el país bajo las órdenes de la “Junta Suprema”
(el FLN de aquella época), orquestaba este conjunto de operaciones tan costosas
para el ocupante como una guerra regular. Llamado en socorro por sus
mariscales, Napoleón apenas tanteó la situación, pues descubrió un asunto
urgente para llamarle nuevamente a Rusia oriental, donde le esperaban unos
adversarios más respetuosos de la tradición.
El
papel de la guerrilla rusa en el curso de la campaña de 1812 no fue tan
exclusivo como el de la guerrilla española. Si el ejército de Kutnsov no consiguió
obtener una victoria, no por ello infligió menos pérdidas severas a la “Grande
Armée”. Pero las dificultades de abastecimiento de Napoleón, que le hicieron
perder sucesivamente sus convoyes, su caballería y por fin su infantería, que
ni siquiera llegaba a poder alimentar, fueron obra de los guerrilleros más que
del ejército regular.
Los
historiadores rusos han puesto perfectamente en evidencia su papel y sus
métodos. Tarlé escribe: “Fue el campesino ruso quien aniquiló la magnífica
caballería de Murat. Hizo reventar los caballos quemando el heno y la avena que
los forrajeros venían a buscar; y a veces tirando al fuego a los mismos
forrajeros”. ¿Es que Tarlé, profesor francés en la Universidad soviética de
Leningrado, se dejaría arrastrar por alguna idea preconcebida sobre las
capacidades del pueblo para salvarse a sí mismo, a pesar de unos dirigentes
indignos? Pero las mismas apreciaciones vuelven a encontrarse en la Historia de
Rusia, de Miliukov, profesor en la Universidad imperial de Petrogrado: “Lo que
no han podido hacer el Zar y sus Generales; lo que estuvo por encima de los
medios de la clase dirigente, de los nobles, de los propietarios territoriales,
que basta en el curso de la guerra patriótica no han olvidado sus privilegios;
lo que, en fin, ha excedido las fuerzas del Estado ruso, debilitado por las
tareas inherentes al régimen absoluto, el pueblo ruso lo ha hecho”.
La
lección fue sacada por Clausewitz, partido de Berlín al servicio del Zar y regresando
con las tropas rusas por la ruta que jalonaban los cadáveres de los “Grande
Armée”. Clausewitz decía: “Las inmensidades rusas impiden al asaltante ocupar
el terreno que deja detrás de él. Profundizando este pensamiento llegué a la
convicción de que un gran país de civilización europea no puede ser conquistado
sin la ayuda de discordias interiores”.
La
experiencia americana en el Vietnam obliga a extender la conclusión de Clausewitz
a los pequeños países y las civilizaciones asiáticas.
En
su número semanal del 15 de mayo último, el New York Times informaba sobre una
conversación de 1962 entre un General de la US Army y un especialista de la “guerra
psicológica”, que se quejaba de no recibir un concurso suficiente por parte de
los “consejeros” militares, denominación oficial de las decenas de millares de
aquellos que los Estados Unidos habían entonces destacado cerca del ejército
sudvietnamita. El general respondía: “No tenemos nada que hacer con la guerra
psicológica. Hay unos 20.000 Vietcongs en este país; matadlos y la guerra habrá
terminado”. El otro replicaba: “Esto es lo que los franceses han hecho durante
nueve años matando comunistas, lo cual no les ha impedido perder la guerra de
Indochina”.
“No
han matado bastantes, respondió el General. Si matáis suficientemente la guerra
estará ganada”.
La
dificultad en este asunto es distinguir al Vientcong del campesino que sólo
pide cultivar en paz su arrozal y a quien el primero obliga a prestarle su
concurso. ¿El avión facilita esta distinción entre el malo y el bueno, aquel a
quien hace falta matar y aquel a quien se puede dejar sobrevivir? El general Ky
ha acabado por obtener de los Estados Unidos algunos aviones de reacción,
juzgados indispensables para el Standing de una aviación militar, cuyo mando
acumula en Vietnam con las funciones de un jefe de Gobierno.
Al
mismo tiempo, la US Air Forcé entabla la operación inversa. Juzgando que los
birreactores de “Mach 2” y de una treintena de toneladas eran inútilmente
rápidos y pesados para llevar una guerra antisubversiva, puso en estudio un
avión “COIN” (COinter INsurgency), de 5000 kgs, con dos turbopropulsores, no
sobrepasando los 500 kilómetros hora, que ha encargado a “Nort American”
después de un concurso y de los cuales recibirá los primeros ejemplares al fin
de 1966.
Sin
duda, desde el estricto punto de vista presupuestario, un material así conduciría
más económicamente en el Vietnam del Sur los bombardeos sobre las zonas que las
“Stratofortresses” con base en Guam, a los cuales se confía esta labor. Pero
con la diferencia que no parece grave al país, que hoy consagra más de setenta
mil millones de dólares a su presupuesto militar, de que el avión “COIN” no
está más en condiciones que el “Stratofortress” de distinguir en cada aldea los
dos o tres Vietcongs que en ella perciben su tributo, y los apacibles
campesinos que les consienten, por temor de lo peor.
Hace
falta no los dos mil aviones y helicópteros, aproximadamente, que los Estados
Unidos han expedido al Vietnam, sino seguir la fórmula de Hauson W. Baldwin,
crítico militar del New York Times: “el soldado de infantería que se desplaza
sobre sus piernas, llevando su fusil en la mano”.
Seguramente,
para economizar esta infantería, el avión puede siempre ametrallar las aldeas
inaccesibles a la bomba explosiva o incendiaria, mientras que el helicóptero
esparcirá indistintamente sobre los árboles y los arrozales sus productos
destructores del follaje. Pero el campesino, al cual el Vietcong ha hecho tomar
la precaución de preparar un abrigo subterráneo, está dispuesto a adherirse a
su salvador, si sobrevive.
Los
veinte mil combatientes vietcongs de 1962 han llegado a ser sesenta mil en 1966
solamente en batallones equipados, a los cuales las más recientes estadísticas
americanas añaden unos doscientos mil encuadradores políticos, administrativos
y simpatizantes que se infiltran hasta en la numerosa mano de obra local, de la
cual no puede prescindir el Cuerpo expedicionario.
La
guerra antisubversiva es una forma de lucha donde no basta con “matar Vietcongs”
para vencer. El bombardeo aéreo de las aldeas que no se consigue someter puede,
todo lo más, pacificarlas de la manera que, cinco, siglos antes de Napoleón y
su guerra de España, Tamerlán había escogido para Asia Central. Buen militar, a
veces letrado, “amateur” de arte y devoto musulmán, sólo hay que reprocharle
las pirámides de cráneos, hoy todavía, erguidas en las ruinas de los países
antaño florecientes que resistían a su ley.
La
guerra convencional.
En
el curso de la Segunda Guerra Mundial, el éxito del avión contra los mejores
equipados ejércitos de tierra y mar dio a pensar en que, a defecto de un
completo dominio del aire, la “superioridad aérea” garantizaba la victoria.
No
se concedió la importancia que merecían a las operaciones de la guerra de
Corea, donde unas tropas desprovistas de todo armamento pesado y de aviación en
particular hicieron fracasar al ejército de las Naciones Unidas y al poderoso
material que los Estados Unidos ponían a su disposición.
Sin
duda hizo falta un año para que esta solución se desprendiese. La situación
crítica de los escasos contingentes desembarcados al comienzo de las
hostilidades ante un ejército norcoreano bien equipado, incitó a MacArthur a
dar prioridad al apoyo directo por la aviación, que podía intervenir desde sus
bases del Japón y Okinawa. Utilizando principalmente cazas a reacción “Shooting
Stars”, la aviación suplió a la infantería para la destrucción de los carros y
reemplazó a la artillería, ausente por la contra-batería.
“Sin
las fuerzas aéreas del Extremo Oriente (declaraba el General Stratemeyer a
mitad de julio de 1950) hoy no habría ni un americano en Corea”
En
Agosto, Mac Arthur accedió a la petición del mando local de la aviación, apoyada
por el General Vandenberg, jefe de Estado Mayor del Aire, para añadir el apoyo
directo al corte de las comunicaciones. Esto se consiguió muy bien. Las tropas
norcoreanas que sitiaban y rodeaban el reducto de Fusan, tuvieron que
reemplazar el camión por la tracción animal. Luego por la carretilla, después
por el porteo a hombros humanos. En el crepúsculo, toda la población requerida
se ponía en movimiento para pasar municiones
y
víveres de aldea en aldea. La ruptura del frente del reducto y el desembarco de
Inchan marcaron el triunfo de la aviación táctica, que empujó hacia los alrededores
del Yalú a los restos del ejército norcoreano.
La
situación se volvió del revés en ocasión de la contraofensiva chino-coreana de
noviembre de 1950. El apoyo directo y el apoyo indirecto revelaron ser tan
ineficaces el uno como el otro para contener a un asaltante que se había
adaptado, había abandonado tanto los carros como la artillería, y rechazaba
sobre varios centenares de kilómetros al ejército de las Naciones Unidas, con
una infantería equipada de metralletas, granadas y morteros.
Las
misiones tácticas sólo recobraron su interés en mayo de 1951, cuando impusieron
a los ejércitos chino-coreanos una guerra de posiciones, que rápidamente se
transformó en una organización subterránea perfectamente al abrigo de la artillería
pesada, de los proyectiles de 406 mm, de la más importante fuerza naval del
mundo cruzando a lo largo de las costas, y de las grandes bombas de los “Superfortresses”.
A la aviación táctica sólo le quedaba el repliegue sobre el apoyo indirecto,
que el General Van Fleet sancionó, a partir de agosto de 1951, bajo el nombre
de operación Strangle.
Trazando
su balance, el general Weyland podía poner en su activo un millar de puentes
destruidos o dañados, así como dieciséis mil cortes de la red ferroviaria y
afirmar que hasta el final había garantizado a las fuerzas de las Naciones
Unidas contra toda gran ofensiva comunista. Sin embargo, el adversario no
dejaba de tener posiciones inexpugnables, sin que se pudiesen contener su
abastecimiento o sus refuerzos.
Lo
mismo que el ejército norcoreano, y después el ejército chino que vino en su
ayuda y que perdieron ambos algunos centenares de millares de hombres antes de
descubrir los méritos del abrigo subterráneo, las guerrillas Vietcongs y los
batallones o los regimientos del Vietnam del Norte, que les prestan su
concurso, emplearon mucho tiempo en descubrir que podían sostenerse, con
pérdidas aceptables, bajo los bombardeos aéreos del adversario.
Los
primeros fracasos de la aviación americana remontan a sus tentativas de 1965
para impedir la llegada de los refuerzos y el material norvietnamita por la
pista Ho-Chi Minh.
Abiertas
en la jungla, doblando por medio de senderos y puentes sumergidos a las obras
de ingeniería destruidas, utilizadas de noche cuando los transportes de día se
revelan como demasiado peligrosos, las rutas de abastecimiento son difíciles de
localizar e imposibles de cortar.
El
bombardeo aéreo sólo sería un ¡impedimento para ejércitos equipados a la manera
occidental. Queda sin efecto contra aquellos cuyas necesidades se limiten al
mortero y a la ametralladora pesada.
Empleada
la aviación táctica en apoyo directo contra las tropas de vanguardia, después
de algunos éxitos se ha visto imponer la misma parada de la guerra subterránea.
En octubre y noviembre de 1965, en ocasión de la operación All-the way,
desarrollada a partir de Plei Me, la primera división de caballería aeromóvil
contaba más de 1000 cadáveres enemigos ante sus líneas y estimaba en 2000 el
número de los muertos cuyos cuerpos habían podido ser retirados. Pero el 8 de
enero de 1966, una operación del mismo género, Crimp, reemprendida por 8000
americanos, australianos y neozelandeses, precedida del bombardeo ritual por
los “B-52”, partidos de Guam y acompañada por 200 helicópteros, cayó sobre una
red de túneles profundos que podían abrigar una división. Dos días después del
comienzo no se señalaba aún más que un Vietcong matado y algunos viejos a
quienes la inyección de gases lacrimógenos había forzado a salir de sus
abrigos. Al final de la operación se contaban 62 vietcongs matados y 500
habitantes de la región apresados y considerados como sospechosos, contra unas
pérdidas calificadas de “ligeras” (o sea, poco más o menos equivalentes) para
los 8000 hombres que el mando americano había utilizado.
La
guerra subterránea no pide hoy el cemento de la línea Maginot, ni la costosa
mecánica en servicio en los Estados Unidos para perforar un pozo o un túnel.
Basta con algunos utensilios portátiles y una barra de mina para la roca. Pero
hacen falta igualmente algunas semanas o algunos meses de trabajo
ininterrumpido, a los cuales se resigna difícilmente un combatiente americano.
Después de que las bombas de avión han machacado la superficie y de que los
centenares de helicópteros de una división aeromóvil han depositado allí los
combatientes, ya no se sabe qué hacer con tal red de túneles.
El
telegrama de la “Associated Press” que daba cuenta de la operación Crimp,
estimaba que la destrucción del conjunto hubiera requerido tanto explosivo como
para hacer saltar el Mont Blanc. Además, había hecho falta colocarlo después de
haber explorado muchas galenas, algunas de las cuales debían tener trampas.
Así, pues, se resignaron a abandonarlas, llenándolas de gases más o menos
nocivos; lo cual no garantizaba ni siquiera el que no hubiesen quedado
vietcongs refugiados en rincones aislados, aireados por unos túneles que
desembocasen en la superficie bajo camuflaje.
El
mantenimiento, en sectores de acceso difícil, de un ejército mixto de vietcongs
y de regulares vietnamitas del Norte enviados en su ayuda, no agota ni siquiera
las posibilidades de una guerra convencional realizada en el Vietnam del Sur.
Del mismo modo que el ejército chino-coreano ha podido mantener durante varios
años un frente de unos 150 kilómetros a través de la península y rechazar los
ataques de las Naciones Unidas emprendidos con recursos de municiones que
sobrepasan en densidad los “records” de las dos primeras guerras mundiales; del
mismo modo a favor de los desacuerdos entre el Gobierno Ky y sus administrados
de la región de Hué, el Vietcong
podría
quizá instalar en la estrecha banda litoral entre la frontera de Laos y la
costa, sobre unos sesenta kilómetros, un frente terrestre que desafiaría todas
las ofensivas americanas. Entre la guerra subterránea y la guerra aérea no
dudamos en apostar por la primera.
La
guerra nuclear.
La
potencia de destrucción de las armas nucleares, tanto en misiones tácticas como
en misiones estratégicas, no es discutida por nadie. Desde la granada atómica
tirada por el fusil de un soldado de infantería hasta la carga de una mina
nuclear de varios megatones, sobre la que las autoridades alemanas y americanas
anunciaban, desde el fin de 1964 que habían preparado los emplazamientos a lo
largo del telón de acero, un ejército de tierra dispone de todos los materiales
capaces de expulsar de sus abrigos mejor concebidos al adversario que apuesta
por la guerra subterránea. Desde la explosión baja con una carga de algunos
megatones destruyendo una gran ciudad, sus industrias y su población, que es la
solución retenida por los Estados Unidos, hasta la explosión alta alcanzando
los cien megatones, ciudades y campiñas, solución preferida por la URSS, cada
uno de estos países posee, con las armas que ha almacenado, los medios de
destruir varias veces a su adversario e incluso hasta a la Humanidad en
conjunto.
La
cuestión a resolver no concierne la carga explosiva nuclear sino su “vector”,
el vehículo que la llevará a su destino. Hoy, cuando más de diez años de ensayos
y construcciones en serie han dotado a las dos grandes potencias nucleares de
un “stock” de misiles intercontinentales, en silos dispersos a prueba de toda
destrucción por sorpresa, a los cuales se añaden los que llevan los submarinos
de propulsión atómica en cruceros de larga duración y detección muy difícil.
¿Es indispensable completar este armamento con una aviación de bombardeo, de
gran radio de acción y en alerta permanente? La cuestión es debatida en los
Estados Unidos desde hace varios años, por una parte, entre los jefes de la US
Air Force, la industria aeroespacial y los poderes defensores que han
encontrado en el Congreso; y, de otra parte, el Secretario de Defensa, Mac
Ñamara, que rehúsa comprometerse sin razones imperiosas al estudio y la construcción
en serie de costosos aviones nuevos.
La
hostilidad de la US Air Forcé respecto a los misiles como concurrente del avión
data ya de lejos. En 1955, al día siguiente de las primeras detecciones sobre
la URSS de trayectorias de misiles balísticos con alcance que hoy se califica
de “intermediario”, el General Nathan Twining, jefe del Estado Mayor de la US
Air Force, aconsejaba volver el “arma absoluta” a sus verdaderas proporciones.
Decía que hará falta mucho tiempo antes de que las posibilidades de los misiles
alcancen las del avión. “La parada será descubierta en cuanto los dos campos
las posean...; De hecho, la vía que seguimos, preparando su construcción, nos
servirá para poner a punto una defensa”.
Confiada
la defensa a la US Army y a su “Nike-Zeus”, convertido hace tiempo en “Nike-X”,
a pesar de los dos mil millones de dólares consagrados a este estudio no ha
hecho progresos suficientes para que Mac Ñamara acepte comprometer los veinte o
treinta mil millones de dólares que reclamaría la construcción en serie de un
material que él juzga todavía imperfecto. Sin duda, los dirigentes soviéticos
dan cuenta de resultados más adelantados, e incluso se anuncia que
inmediatamente se va a comenzar el despliegue de misiles anti-misiles alrededor
de Moscú y de Leningrado. Simultáneamente, los mismos dirigentes anuncian que
los misiles soviéticos estarían al abrigo de ser interceptados por los misiles
anti-misiles americanos.
Justas
afirmaciones tienen algún fondo de verosímil, en el estado actual de las armas
nucleares y de su potencia. Los misiles soviéticos, y su carga de sesenta a
cien megatones, pueden ejecutar sus destrucciones incendiarias con una
explosión hacia 80.000 a 100.000 metros de altitud, en el casi vacío de la alta
atmósfera, donde serían acompañados de decoys ligeros, de señuelos que
impedirán a los “radares” de la defensa distinguir en este haz el verdadero
objetivo sobre el cual haría falta dirigir el misil anti-misil. Al contrario,
los conos de carga de los misiles americanos, de débil potencia, destinados a
destrucciones por el soplo de una explosión a una altitud de algunos millares
de metros, no pueden hacerse acompañar por estos señuelos ligeros reflejando
las ondas de los radares, pues arderían al penetrar hacia 40000 a 50000 metros
en la atmósfera resistente. Un misil anti-misil de fuerte aceleración emplazado
en la vecindad del objetivo puede, desde luego, interceptar el misil detectado
y vaporizarlo en su bola de fuego hacia 20000 a 30000 metros sin que la
explosión nuclear simultánea del uno y el otro provoque daños serios en el
suelo.
Los
defensores del misil de débil o media potencia no se consideran por eso
vencidos. Mac Ñamara ha multiplicado los estudios para un cono de carga maniobrando
al volver a entrar en la baja atmósfera, que le apartaría ligeramente de la
prolongación de su trayectoria detectada por radar. Añade una protección
térmica que permitiría al misil atravesar una bola de fuego sin volatizarse. En
fin, un tercer estudio enfoca el debilitamiento de la reflexión de las ondas de
los radares por el misil, lo cual retardaría las posibilidades de su distinción
con los señuelos. Todas estas “ayudas” a la penetración, separadamente o a
combinación, son previstas para el “Poseidón”, nueva versión del “Polaris”, y
sobre los últimos modelos del “Minuteman”. De tal modo que la colocación de una
red de misiles anti-misiles en la URSS, en el caso de que se confirmase, no
tendría otro efecto que el de desencadenar una guerra entre el progreso de los misiles
y el de los anti-misiles, carrera de la que Mac Ñamara afirma que los primeros
saldrán vencedores.
Desde
aquí a entonces se multiplican las amenazas de desaparición del bombardero
pesado. Después de que, en junio de 1962, la (“744” y última “Stratofortress
B-52” salió de la cadena de Wichita, ninguna construcción de serie la ha
reemplazado. Mucho más, ningún nuevo prototipo de bombardero pesado ha sido
puesto en estudio, a pesar de las demandas de la US Air Force para un “AMSA” (Advanced
Manned Strategic Aircraft) y de los votos de crédito por el Congreso. Los más
antiguos modelos de “B-52” están condenados para el plazo de 1970 y
acondicionados desde ahora hasta entonces para el lanzamiento de bombas
ordinarias sobre las zonas ocupadas por el adversario en el Vietnam del Sur.
Pero no es el caso de hacerles afrontar a los cazas vietnamitas del Norte,
chinos o soviéticos enviándoles hacia Hanoi o Haifong, y ofreciendo al mundo
comunista la ocasión de demostrar su impotencia exponiendo los restos de uno de
estos monstruos, de más de 200.000 kilos.
Al
comienzo de mayo, sin duda en relación con el incidente de Palomares, Mac
Ñamara ha decidido abandonar, por razones de economía, la alerta en vuelo
inaugurada en enero de 1961, y en la que las “Stratofortresses”, con su carga
de bombas nucleares y sus aviones de avituallamiento, estaban en el aire en
permanencia, prontos a ser dirigidos hacia los objetivos que se les designase y
sin riesgo de ser aplastados en sus bases antes de haber podido despegar bajo
los golpes de los misiles nucleares del adversario. Con cerca de un millar de “Minuteman”
en sus silos y de quinientos “Polaris” en los alvéolos de los submarinos, Mac
Ñamara estima que los bombarderos no tienen que temer esta sorpresa y que los misiles
“Minuteman” y “Polaris” bastarían para una respuesta capaz de apartar de tal
tentación al adversario. Pero, entonces, ¿para qué conservar bombarderos
pesados y sobre todo estudiar otros nuevos, de los cuales una primera
estimación fija el coste en una decena de miles de millones de dólares, si los misiles
metidos en la roca o bajo las aguas pueden suplirlos sin correr los mismos
riesgos?
¿Para
qué conservar interceptores de “Mach 2” y, sobre todo, reemplazarlos por los
interceptores de “Mach-3”, que reclama sin éxito la US Air Force Si el
adversario (que, por otra parte, no parece haber preparado formaciones de
bombarderos pesados en número comparable al del Strategic Air Command) tiene en
sus silos o en sus submarinos en crucero unas armas nucleares en cantidad
suficiente para prevenir el fracaso de cualquier ofensiva a base de aviones?
La
decadencia del arma aérea.
La
impotencia, poco menos que total, del avión en la guerra subversiva no ofrece
ya duda; como su intervención en las tentativas de pacificación de las zonas
controladas por el Vietcong ha confirmado suficientemente. En la guerra
convencional, la incapacidad del avión para detener los refuerzos y el material
destinado a un frente había sido demostrada en Corea, tanto como la capacidad
de resistencia de una organización subterránea a los bombardeos más violentos.
Allí, también, las operaciones efectuadas contra las posiciones que las
unidades constituidas del Vietcong o del Vietnam del Norte han tenido tiempo de
organizar, habrán confirmado la falta de aptitud del avión para expulsarles.
Queda
la guerra nuclear, donde, felizmente para la Humanidad, la experiencia no se ha
pronunciado aún sobre las respectivas virtudes del avión y del misil para la “entrega”
del explosivo nuclear; y se debe escoger entre las afirmaciones contradictorias
teóricas de Mac Ñamara y los defensores de la US Air Force. Las precauciones
tomadas para no exponer las “Stratofortresses” en zonas donde tendrían que
afrontar a los “Migs” o a los “SAM-2” (Surface to Air Missiles) de la zona
Hanoi-Haifong, hacen creer que incluso los responsables del Strategic Air
Command no se hacen ilusiones sobre la capacidad de un bombardero pesado de “Mach-1”
para volar sobre un territorio donde se encontraría con tales adversarios.
Sin
duda, los cazas-bombarderos del “Mach-2” han ejecutado sus misiones sobre el
Vietnam del Norte sin pérdidas demasiado graves, después de haber ensayado
sucesivamente el lanzamiento en vuelo rasante, para terminar por un compromiso
apenas satisfactorio. Pero nada llega a hacer creer que unos “SAM” mejorados,
del género de los “Hank”, en servicio desde hace varios años en el ejército
americano y en los ejércitos europeos miembros de la NATO, no tendrían, contra
aviones a escasa altitud, la eficacia que se les atribuye en los ejercicios de
tiro sobre un blanco bajo. El lanzamiento de bombas nucleares en vuelo rasante,
previsto en países como Francia, que aun han puesto todavía en servicio silos
ni submarinos atómicos para misiles del género “Minuteman” o “Polari”, no
resistiría largo tiempo a la experiencia de las primeras tentativas.
El
arma aérea no escapará a la ley que impone la evolución, y con frecuencia la
inversión, de los materiales militares. En el curso de la Segunda Guerra
Mundial el carro ha triunfado durante varios años, aunque al final su utilidad
no haya sido evidente. La guerra de Corea ha probado su impotencia. Esta
demostración no impide a los grandes ejércitos sostener divisiones blindadas,
de las cuales renuevan obstinadamente un material que no resistiría al menor
proyectil “bazooka”. Pero sus ilusiones no van hasta emplearlos contra los
batallones y regimientos vietcongs y vietnamitas del Norte, desplegando así el espectáculo
de su inutilidad.
La
demostración de la impotencia del navío de línea ante el avión parecía difícilmente
discutible al día siguiente de los éxitos que obtuvo la aviación japonesa
contra los acorazados americanos en el fondeadero de Pearl Harbour, y los
acorazados británicos sobre las costas de Malasia. Esto no impidió a la US Navy
reconstruir, en el curso de la Segunda Guerra Mundial, la más potente flota
acorazada que hayan jamás tenido los Estados Unidos.
Bajo
una protección aérea suficientemente densa consiguió seguir a los portaaviones.
El principal papel que desempeñaron los buques de línea en el Pacífico fue el
de recoger sobre uno de ellos, en la rada de Tokio, la firma del armisticio. De
todos modos, se ha acabado por renunciar a conservarlos de otra forma que como
cuarteles flotantes después de su desarme. La suerte del portaaviones y del navío
de línea amenaza ser la misma para el avión.
Fuente:
https://www.academia.edu