Hace 55 años, el 27 de enero de 1967, durante unas pruebas de rutina, la cápsula del Apolo I se prendió fuego. Los tres tripulantes murieron en 27 segundos. Sus últimas palabras. Cuál fue la falla que provocó la tragedia. Cómo cambió el programa espacial.
Por Matías Bauso
Edward H. White II, Virgil I. "Gus" Grissom y Roger B. Chaffee, los integrantes de la tripulación del Apolo I que morirían por un incendio en la cápsula durante una prueba de rutina. La tragedia alteró el programa lunar y posibilitó que el hombre llegara a la Luna (Heritage Space/Heritage Images via Getty Images)
Era una prueba de rutina. Necesaria y tediosa como todas las de su tipo. Habían surgido algunos pequeños inconvenientes, pero también era parte de la rutina. Para eso se realizaban estas operaciones. Llevaban casi seis horas hasta que se escuchó que alguien desde la cabina alertaba: “¡Ey! ¡Fuego!”
Los
sistemas de audios habían funcionado mal toda la tarde. El ruido a lluvia
enturbiaba las comunicaciones, las palabras se cortaban y reverberaban, de a
ratos dejaba de emitir sonido. Por eso la reacción no fue inmediata. No se
escuchó con claridad. De todas maneras, unos segundos después, otra voz (o la
misma, ya no importa) dijo urgida: “El fuego es terrible ¡Sáquennos de acá!”. A
eso siguió un grito de dolor. Agudo y desgarrador. Después, el silencio.
Los que
estaban en la base, en la sala de control, no necesitaron saber mucho más para
darse cuenta de que los tres astronautas estaban muertos.
Era el
27 de enero de 1967, hace 55 años. Faltaban tres semanas para el lanzamiento
del Apolo I. Ese día, a partir del mediodía, todo el equipo de la NASA estaría
involucrado en una prueba de rutina. Lo llamaban Ensayo Desconectado. Probaban
todos los sistemas de la nave sin que tuvieran respaldo exterior. Probaban si
en una emergencia en el espacio podían seguir navegando.
La cápsula calcinada del Apolo I luego del incendio que mató a su tripulación (Heritage Space/Heritage Images via Getty Images)
La
tripulación era la misma que en la futura misión: Gus Grissom, Ed White y Roger
Chaffee. En la sala de control también debían estar todos como si ese fuera el
momento del lanzamiento. La gran diferencia era que, para los altos mandos de
la NASA y para los astronautas, en esa jornada no había riesgos. Ni la nave ni
la plataforma tendrían combustible ni habría propulsión alguna. Un equipo de
colaboradores, de hecho, se quedaba al lado del Apolo I (que todavía no se
llamaba así) en La Habitación Blanca para asistir a los astronautas ante
cualquier emergencia o requerimiento.
En
1961, John Fitzgerald Kennedy había prometido que se llegaría a la Luna antes
de que la década terminara: “Hemos decidido ir a la Luna. Hemos decidido ir a
la Luna en esta década, y también afrontar los otros desafíos, no porque sean
fáciles, sino porque son difíciles, porque esta meta servirá para organizar y
medir lo mejor de nuestras energías y aptitudes, porque es un desafío que
estamos dispuestos a aceptar, que no estamos dispuestos a posponer”.
Más
allá de la épica del discurso, el mensaje era claro. Había determinación y se
había convertido en un objetivo primordial para el gobierno norteamericano. La
responsabilidad recaía en la NASA y sus funcionarios híper especializados, y en
los funcionarios y legisladores que debían conseguir los ingentes fondos que
requería el programa. Eran tiempos de la Guerra Fría y la Unión Soviética había
sacado ventaja en la recta inicial de la carrera espacial. Los Estados Unidos
debía alcanzarlos y sobrepasarlos.
Primero
fue el Proyecto Mercury, luego el Géminis y por fin el Apolo, el último paso,
el que pondría al hombre en la Luna.
Gus Grissom, pionero entre los astronautas, junto a John Glenn y Alan Sheparrd en la tapa de la revista Life en 1961. Eran tiempos de los Mercury 7
Gus
Grissom había participado en los tres programas. Era uno de los Mercury 7, del
mítico primer grupo de astronautas. Con cada uno de estos proyectos había
estado en el espacio y el comandaría la expedición inicial del Apolo. Tenía 40
años, esposa y dos hijos.
Ed
White era más alto que el resto de los astronautas –debían ser bajos para
entrar en los apretados módulos- y había sido el primer hombre en caminar en el
espacio.
Roger
Chaffee era el novato, no había estado nunca en el espacio y había ingresado en
esta tripulación porque el anterior se había dislocado el hombro en unos
entrenamientos y debía ser operado.
Al
comienzo del ensayo de ese 27 de enero, las comunicaciones no eran nítidas. A
veces ni siquiera se escuchaba lo que les decían desde la base. O sus
respuestas no eran recibidas. Grissom, siempre paciente, veterano astronauta
(eran muy pocos a los que se le podía adjudicar ese adjetivo), sabía que no
debía perder la calma, aunque se quejó con amargura, con algo de hastío:
“Pretendemos ir a la luna y ni siquiera podemos comunicarnos de un edificio a
otro”.
Era el
segundo inconveniente de la jornada. Apenas habían liberado el oxígeno para los
astronautas, Grissom sintió un olor desagradable, como el de leche agria,
cortada. Se pausó la operación para investigar de dónde provenía el olor, pero
no se encontró la respuesta (luego se determinó que no tuvo nada que ver con el
incendio).
El
fuego se desató a los pies de los astronautas. Eso los hizo perder algunos
segundos valiosos. Por su postura y por los pesados trajes no pudieron ver el
inicio del incidente, sino cuando las llamas ya habían crecido. Desde dentro
intentaron abrir la cápsula, pero la presión de la cabina que había aumentado
con el fuego se los impidió.
Los
operarios que estaban fuera, en La Habitación Blanca, corrieron a liberarlos.
Uno de ellos se dio cuenta del inconveniente al ver las llamas por una pequeña
ventana del dispositivo. Mientras manipulaban la escotilla, mientras trataban
con todas sus fuerzas de abrirla; la cápsula, debido a una explosión interna,
se rajó. Volaron algunos restos y partes de la nave y los hombres que trataban
de liberarlos salieron despedidos. La entrada de oxígeno del exterior primero
alimentó el fuego, pero luego lo extinguió. El humo afectó los pulmones de los
que pretendían ayudar y el calor intenso desintegró sus guantes de nylon.
Los tres tripulantes del Apolo I en la cápsula en una de las pruebas rutinarias que preparaban la misión
Cuando
varios minutos después pudieron abrir la cápsula, el humo negro y espeso no los
dejaba ver. Cuando se disipó encontraron un cuadro macabro pero previsible. Los
tres astronautas estaban muertos. Las investigaciones posteriores concluyeron
que desde que se desató el problema hasta su muerte pasaron 27 segundos.
Tenían
el cuerpo quemado en un gran porcentaje. pero las quemaduras eran posteriores a
su deceso que se había producido por la inhalación de monóxido de carbono.
La
posición de cada uno tampoco sorprendió a los expertos. Pese al desastre, pese
a la desesperación, cada uno de ellos actuó como el protocolo indicaba para una
situación de emergencia. Pese al escaso espacio, White había girado para
intentar abrir la escotilla; Gus Grissom se había desabrochado sus ataduras e
intentaba colaborar; mientras que Chaffee seguía con los cinturones y en su
asiento con la mano en los controles: él debía permanecer en su lugar para
seguir conectado y comunicado con la sala de control.
Tardaron
en poder sacar los cadáveres de la nave. El intenso calor había fundido los
trajes de nylon con la estructura. Los astronautas como en una mala metáfora
quedaron adheridos a la cápsula, confundidos con ella. Dentro todo estaba
carbonizado. Había que tener mucho cuidado en no tocar nada para que las
pericias pudieran descubrir qué había provocado la falla fatal.
Los
expertos no podían entender qué había sucedido. Era una prueba de rutina, sin
riesgo aparente y había terminado en un desastre.
La esposa y los hijos de Grisson dejan la capilla luego del servicio fúnebre ofrecido a Gus Grissom. Ella, años después, accionó contra la empresa constructora de la nave y fue indemnizada (Bettmann Archive)
El plan
espacial norteamericano corría serio peligro de ser cerrado. En el Congreso se
estableció una comisión investigadora. El senador Walter Mondale fue el
principal impulsor del cierre del programa. Muchos legisladores de la oposición
consideraban que se gastaba demasiado dinero, que no había avances y que, para
colmo, a partir de ese momento se había vuelto peligroso. El presidente Lyndon
B. Johnson fue quien logró sostener a la NASA y el plan de alcanzar la luna
gracias a su pasado como legislador y su conocimiento del mundo legislativo.
La
investigación de la NASA fue exhaustiva. Desarmaron la nave pieza por pieza.
Necesitaban saber qué había provocado la tragedia. Las muertes eran una
posibilidad. Sabían que existían chances de que algo no saliera bien. Pero
supusieron que eso sólo podía ocurrirles en medio de una misión, en el espacio.
Nunca en la tierra.
En 1961
en su primera misión, Gus Grissom había tenido un problema al llegar a tierra y
casi pierde la vida. Cuando cayó al agua, la puerta de la cápsula se abrió de
golpe y el agua inundó el pequeño espacio. Se salvó casi milagrosamente (y por
su extraordinario temple y entrenamiento). Los expertos estaban convencidos de
que él había cometido un error y había accionado un control que había abierto
la puerta, que el accidente había sido provocado por una imprudencia del
astronauta. Grissom lo negó rotundamente. Repasó una a una sus acciones y había
seguido rigurosamente el protocolo.
Tiempo
después descubrieron que la puerta se había abierto por el impacto y la
presión. Eso hizo que en los nuevos modelos tuviera tres placas y fuera
imposible que eso sucediera. La paradoja es que uno de los factores que provocó
la muerte de Grissom fue su accidente anterior y lo que se descubrió gracias a
él. Las puertas eran mucho más difíciles de abrir y se necesitaba ayuda
externa.
Virgil Gus Grissom participo de los tres programas espaciales: Mercury, Geminis y Apolo. Era un veterano de 40 años y uno de los hombres más confiables de la NASA (Bettmann Archive)
La NASA
había perdido en esos años tres astronautas en accidentes con aviones de
pruebas. Pero estos eran los primeros que morían dentro de una nave espacial.
Los riesgos de ser astronautas eran evidentes.
Gus
Grissom en una entrada de su diario personal escrita durante los entrenamientos
al inicio del programa espacial, escribió: “Habrá riesgos, como los hay en
cualquier programa experimental, y tarde o temprano, caeremos dentro de la ley
de probabilidades y perderemos a alguno. Ojalá nunca pase, pero si sucede,
espero que los norteamericanos no piensen que ese fue un precio muy alto a
pagar para el programa espacial. Nadie nos obliga a entrar en esas naves.
Volamos sabiendo que, si algo malo pasa, no existe la mínima chance de ser
rescatados. Lo hacemos porque tenemos completa confianza en los científicos y
en los ingenieros que construyen y diseñan la nave y en nuestro centro de
control. Ahora: a la Luna”.
En el
programa estaba contemplada la posibilidad cierta de la desgracia. Esa amenaza
era una presencia constante con la que los astronautas convivían, un riesgo que
preferían correr. El premio era demasiado grande: era único. Pero el peligro,
lo inasible, estaba en el espacio. No en tierra sin las fuentes de energía, sin
los elementos pirotécnicos, ni cualquier otra cosa que podría haber provocado
una explosión.
El presidente Lyndon B. Johnson le da sus condolencias a Betty Grimson durante el funeral de su esposo. Johnson fue el gran sostenedor del programa espacial (Bettmann Archive)
Se
determinó que la falla fue producto de unos cables en mal estado que provocaron
una chispa y que el oxígeno al 100 % de la cápsula hizo el resto. También que
el sistema de apertura de puertas no era el adecuado. Por último, concluyeron
que el sistema de apoyo externo en caso de emergencia no estaba preparado
adecuadamente, que no se había considerado de manera seria la posibilidad de
una desgracia.
Si Gus
Grissom era el personaje de mayor fama, el que había estado varias veces en el
espacio, el que fue tapa de la revista Life en dos oportunidades, uno de los
grandes héroes norteamericanos de los sesenta, su esposa Betty se convirtió en
una figura trágica. El llamado Club de las Esposas de los Astronautas, que
tanto llamaba la atención a los periodistas, se convirtió en el Club de las
Viudas de los Astronautas.
Tom
Wolfe empieza su notable non fiction sobre el Proyecto Mercury (en el que uno
de los protagonistas estelares es Gus Grissom) Elegidos para la Gloria con un
largo capítulo en la que las protagonistas son las esposas y cómo reaccionan
ante el rumor, finalmente confirmado, de una tragedia en unas pruebas con
aviones de alta velocidad. La desconfianza, las preguntas entre ellas, el miedo
metiéndose en sus huesos, el desamparo, el alivio culposo al enterarse que el
involucrado no era su esposo, el apoyo a la que queda viuda.
Betty
Grissom, unos años después de la muerte de su esposo, inició acciones legales
contra la contratista, North American Aviation, la empresa encargada de la
construcción del cohete. Debido a una formalidad no podía accionar contra la
NASA, pero era lo mismo. En su momento fue muy criticada y recibió acusaciones
de traidora a la patria y hasta amenazas. A ella no le importó y siguió
adelante. Hubo arreglo extrajudicial que también favoreció a las otras viudas.
Ellas tres consiguieron, también, que la misión, aunque no haya estado en el
espacio, quedara perpetuada como Apolo I, en homenaje al sacrificio de sus
maridos, y no con el número interno de la tripulación como la tenía consignada
la NASA.
El módulo del Apolo I desmantelado luego del incendio para investigar sus posibles causas
El
accidente mató a los tres astronautas y detuvo el programa espacial. Lo puso en
crisis y hasta estuvo a punto de ser cerrado. Pero esas muertes, la profunda
investigación posterior, las respuestas científicas y tecnológicas a cada
inconveniente encontrado, haber sabido leer lo que el Apolo I les había dicho,
todo eso hizo que el programa triunfara. Todos los cables fueron recubiertos y
ocultos, el material interior se convirtió en completamente ignífugo, los
trajes no fueron más de nylon sino de una mezcla de fibra de vidrio y teflón
llamada Tela Beta, las puertas y escotillas se modificaron, y hubo decenas de
cambios concretos.
Pero el
principal cambio fue el de los protocolos en la toma de decisiones y en las
medidas de seguridad. La NASA creía que tenía los sistemas más sofisticados,
pero se dieron cuenta, al recrear paso a paso cómo había sido la comunicación
con la empresa constructora contratada y cómo las autoridades y los astronautas
decidían modificaciones y aportes, que los controles no eran los debidos.
A
partir de ese momento cada decisión pasó por un sistema rígido de contralor y
cada paso se dejaba asentado. La institucionalización de esa conducta terminó
llevando al hombre a la luna dos años y medio después.
Fuente:
https://www.infobae.com