6 de abril de 2020

EL PILOTO QUE SALIÓ EN UNA MISIÓN Y LA AMANTE QUE LO ESPERÓ DURANTE 44 AÑOS.


Por J. G. Barcala

Las guerras tienen esa inherente capacidad de dejar un rastro de muerte y destrucción a su paso, es su naturaleza, es su maldita naturaleza. Países desaparecen y naciones que nacen; regímenes que caen y otros que se hacen con el poder; avances tecnológicos, nuevas y más poderosas armas se mezclan con fechas de grandes batallas, con los nombres de los generales que logran las más grandes victorias, y cifras, muchas cifras. Entre ellas, es normal que se pierdan los nombres de sus protagonistas más humildes, aquellos que arriesgan y se dejan la vida en la defensa de un ideal, personas de a pie que en tiempos de paz hubiesen podido llegar lejos o pasar por este mundo sin pena ni gloria pero que por los caprichos del destino o por la irresponsabilidad de sus líderes terminan volviendo a casa con un uniforme de madera y clavos. Y luego están los que no regresan, los que ni siquiera tendrán el consuelo de descansar en su terruño bajo la sombra de su árbol favorito, bajo la seguridad irremediable de una lápida. Este es el caso de Adrian Warburton, piloto británico durante la Segunda Guerra Mundial, cuya historia es, en opinión de este autor, digna de una reseña.

Fotograma de un documental dedicado a Warburton y Radcliffe
Fotograma de un documental dedicado a Warburton y Radcliffe 

Considerado por muchos el piloto más valioso de la RAF (Real Fuerza Aérea), Warburton no pilotaba un caza, ni un bombardero, y mucho menos se distinguió por sus derribos, pero, aunque su carrera terminó prematuramente, fue uno de los pilotos más condecorados de la II GM. El arma del Comandante eran las cámaras que transportaba en los bajos de su avión en sus vuelos de reconocimiento, tan importantes en la planificación de una misión como la logística y las tropas mismas. No obstante, sus inicios como piloto no fueron muy esperanzadores, de hecho, la RAF estuvo a punto de cancelar su programa de entrenamiento, pero la constante necesidad de nuevos aviadores en los momentos críticos de la Batalla de Inglaterra le dio una nueva oportunidad. Peor aún, los avatares de su vida personal distaban mucho de ser los idóneos para una responsabilidad como la suya.

Durante su entrenamiento en Portsmouth, Adrián solía visitar un bar llamado The Bush, un antro popular entre los cadetes y una práctica nada anormal. Ahí, sin embargo, el apuesto joven de 21 años conoció a una de las camareras, Betty Mitchell, seis años mayor, con la que pronto estableció una fogosa relación y a quien pocas semanas después llevaría al altar. Ahora bien, Warburton no informó de su boda ni a sus padres y, en contra de las reglas de la RAF, tampoco dijo nada a sus superiores, pero estos terminaron por enterarse y no quedaron muy contentos con la noticia. Un poco como medida disciplinaria, en septiembre 1940 fue transferido a Malta como un piloto novato como parte del esfuerzo británico para defender tan importante punto estratégico. Desde junio de aquel año, las fuerzas aéreas italiana y alemana bombardeaban casi a diario la pequeña isla, conscientes de su importancia como base de la estrategia de Churchill para mantener sus rutas marítimas abiertas, y hacían falta pilotos. Lo que no sabía Warburton era que aquel traslado y los tres años que pasaría en la isla le cambiarían la vida, tanto en lo personal como en su profesión.


Los compañeros de escuadrón de Adrián recuerdan sus problemas con los aviones para despegar o aterrizar. No era un hombre que tuviera los pies muy bien en la tierra, pero en el aire se convertía en otra persona, decían, en un intrépido piloto al que le gustaba volar solo, siempre más alto, siempre más lejos. Warburton con su Maryland bomber aprendió que había dos maneras de conseguir las fotografías del enemigo que le requerían en sus misiones: volar muy alto, donde ni siquiera te puedan ver y mucho menos alcanzarte, o hacerlo muy rápido y a muy baja altura, hasta fijar el objetivo y disparar el obturador. Para un lobo solitario e inconformista, la segunda opción, ciertamente más peligrosa, era la más atractiva. No sólo eso, Warburton decidió romper con una de las reglas más estrictas del reconocimiento aéreo, hacer dos o más pasadas sobre el mismo objetivo hasta conseguir la fotografía deseada, sin importar el riesgo. El valeroso piloto con su Maryland, un bombardero norteamericano adaptado para el vuelo ligero, pronto reescribió las reglas de su hermandad.

Maryland bomber

En noviembre de 1940, el almirantazgo estaba planeando un ataque sobre el puerto italiano de Tarento, base de una flota compuesta por 40 buques incluyendo seis acorazados que restringían constantemente las líneas de aprovisionamiento británicas en el Mediterráneo. El ataque se llevaría a cabo por escuadrones aéreos desde portaaviones, pero como en cualquier otra misión, era necesario recabar toda la inteligencia posible para asegurar el éxito de la misión. El 10 de noviembre, Warburton y su tripulación despegaron de Malta hacia sus objetivos en la Bahía de Taranto.

Reconocimiento sobre Taranto

Reconocimiento sobre Taranto volando bajo y rápido como era su costumbre, el audaz piloto hizo no una, ni dos, sino tres pasadas sobre la multitud de barcos anclados, que obviamente dispararon con todo lo que tenían a su alcance, pero consiguió sus fotografías. Al día siguiente, los aviones de la marina armados con torpedos hicieron uso de la información recabada y hundieron tres de los seis acorazados, forzando a los italianos a trasladar su flota hacia el norte, fuera del alcance de las rutas de aprovisionamiento. Warburton recibió la Cruz de Vuelo Distinguido y, a la edad de 22 años, se convirtió en héroe y referencia de los pilotos de la RAF en el Mediterráneo.

Durante los siguientes tres años, y ya a bordo del más rápido Spitfire, “Warby” participó en 400 misiones y en todas las acciones de importancia para los aliados en el Norte de África y en Sicilia, al tiempo que ascendía a Líder de Escuadrón. Pero no todo era volar para nuestro amigo, que durante sus horas de ocio tampoco parecía poder estarse quieto. En un conocido bar de Valleta, conoció a una bailarina inglesa llamada Christina Radcliffe. Probablemente el día en que se conocieron ninguno pudo imaginar las consecuencias de su encuentro, pero al menos ella dejó escritos sus pensamientos en ese momento:

“Un par de hombres uniformados entraron en la sala, y ya desde la entrada me fijé en un rubio oficial de la RAF. Cuando me di cuenta, él venía camino de nosotras, hacia mí, y después de un breve saludo a mis amigas, se presentó. Mientras hablábamos, me di cuenta del increíble azul de sus ojos y cómo cuando sonreía, se la abría un profundo hoyuelo en su mejilla izquierda. ¡Es como un dios griego!”.

Para los amigos de ambos era evidente que sus personalidades se atraían como imanes. Eran la pareja perfecta, inseparables, enamorados, ilusionados, y toda la isla disfrutaba viéndolos derrochar felicidad. Atrapada en la isla, Christina obtuvo un empleo como trazadora de rutas para las misiones, lo que le ayudaba a comprender la realidad de la guerra y el peligro que todos los pilotos, incluido su amante, corrían a diario. Con cada salida, sus posibilidades de no volver aumentaban. Además, a principios de 1942 Malta se convirtió en el lugar más bombardeado del planeta y sus habitantes debían refugiarse en cuevas todos los días, pero entre el caos, la pareja decidió vivir el momento y disfrutar de su amor.

Pero la guerra es la guerra y no detiene su marcha por un romance entre los miles y, una vez que el control del Mediterráneo volvió a los aliados, Malta dejó de ser una prioridad, por lo que el Comandante Warburton fue trasladado de vuelta a casa para participar en los preparativos de la invasión de Normandía. Christina permaneció en Malta, pero aún en la distancia, la relación continuó.

El 12 de abril de 1944, el Comandante Adrián Warburton despegó de la base de Mount Farm en Oxfordshire en una misión organizada por el 7º Grupo de Reconocimiento Fotográfico del Ejército Norteamericano, bajo el mando del Coronel Elliot Roosevelt, el hijo del Presidente de los Estados Unidos que admiraba a Warburton y había entablado amistad con él. La misión consistía en fotografiar objetivos en Alemania con dos Lockheed F-5B. Los aviones se separarían 100 kilómetros al norte de Múnich y, después de llevar a cabo sus respectivas tareas, se reunirían para volar juntos a una base aérea en Sicilia. Pero Warby nunca volvió.

Al volar en solitario, ningún compañero pudo dar señas sobre la suerte del condecorado piloto. Los alemanes del pueblo cercano, al tratarse de un avión norteamericano, lo enterraron en un cementerio junto a la tripulación de un bombardero de la misma nacionalidad derribado en 1943 y, cuando el Ejército de los Estados Unidos controló la zona al final de la guerra, trasladó todos los restos de vuelta a su país. La RAF, al no tenerlo como miembro de una tripulación propia, no hizo ningún esfuerzo para buscarlo.

Mientras tanto, de vuelta en Malta, Christine dejó de recibir las cartas de su amado, y un par de semanas después, llegaron las noticias sobre su desaparición. En las primeras semanas y meses, a la joven le quedaba la esperanza de que hubiese sido hecho prisionero y que la final de la guerra aparecería con su cándida sonrisa y sus ojos de azur, pero el tiempo pasó, y la esperanza se tornó en desaliento. Christina Radcliffe no abandonó nunca Malta ni la ilusión de algún día recuperar a su novio perdido. Nunca se casó y nunca, nadie le conoció relación alguna con otro hombre. Sus amigas la acompañaban durante las tardes a la playa, donde ella se sentaba mirando al firmamento como si esperase de repente una aparición milagrosa, siempre en vano.


En el año 2002, las pesquisas de un par de historiadores aficionados les llevaron a encontrar los restos del Lockheed en la localidad alemana de Egling an der Paar, a unos 50 kilómetros de Múnich. Sólo parte de un hueso y del uniforme fueron suficientes para identificar al piloto Adrián Warburton, que recibió un funeral con honores en presencia de su viuda, la abandonada Betty, y de algunos colegas suyos de Malta. Pero para Christina ya era demasiado tarde, pues había fallecido en 1988, sin olvidar nunca al amor de su vida.

Fuente: https://yoatomo.wordpress.com