6 de abril de 2020
LONDRES BAJO LAS BOMBAS
La
batalla de Inglaterra fue una campaña aérea que pretendía abrir paso a la
invasión terrestre de las islas británicas. Sin embargo, el plan de Hitler se
torció. La población británica sufrió un acoso constante, pero resistió por
encima de todo.
Ciudad
de Londres bombardeada en la Batalla de Inglaterra. Gobierno de Estados
Unidos. (batalla de inglaterra
bombardeos nazis Londres)
Por
Diego Carcedo
En
el verano de 1940 Hitler comenzaba a ver colmados sus sueños imperiales. La
Europa continental era suya. Ocupaba Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y
Checoslovaquia, sus tropas habían invadido sin mayores problemas Dinamarca y
Noruega, y la propia Francia había caído con mucha menos resistencia de la que
esperaba. Italia era su aliado dócil en el sur, y España y Portugal estaban
bajo dictaduras afines. Por el este, Grecia y Yugoslavia no tardarían en caer,
y la URSS estaba sujeta por el tratado de no agresión y reparto de territorios
firmado hacía menos de un año.
Solo
Gran Bretaña continuaba al otro lado del canal de la Mancha manteniendo firme
su independencia. Los británicos ya habían sufrido un fuerte castigo en
Dunkerque, donde sus soldados habían tenido que ser evacuados junto a los
franceses y belgas hacia las islas en apenas cuarenta y ocho horas. A mediados
de junio, el miedo y la tensión empezaban a adueñarse de las calles de Londres
y mantenían en efervescencia la vida política. El fracaso en los intentos de
proteger Noruega frente a la agresión alemana acababa de precipitar la dimisión
del primer ministro, Neville Chamberlain, y propiciado el acceso al cargo del
ya veterano dirigente Winston Churchill.
Los
temores de los británicos estaban más que fundados. Hitler no ignoraba que una
Gran Bretaña libre, independiente y democrática sería una amenaza para el
expansionismo alemán, y más ante la probabilidad de contar con un puente de
ayuda económica y militar que en cualquier momento le tendería Estados Unidos.
Aunque este se mantenía neutral, en Berlín se sospechaba que, si los británicos
se veían en peligro, acabaría aportando su creciente poderío militar a la lucha
contra el nazismo. Con esto en mente, el Führer ordenó una rápida invasión de
Gran Bretaña. Fijó como fecha el 1 de agosto.
Pero
las perspectivas de invadir Gran Bretaña, separada del continente por un
engorroso estrecho atlántico controlado por la Royal Navy, la marina británica,
resultaban complejas, y más con tanta premura. Las fuerzas terrestres y aéreas
alemanas eran muy superiores, pero las navales no. La Royal Navy tenía sus
unidades desparramadas por otras latitudes, lo que le restaba fuerza. Sin
embargo, contaba con una amplia experiencia de combate de la que carecía la
armada del Reich.
La
invasión, pues, se llevaría a cabo partiendo de una operación anfibia de
asalto. Correría a cargo de fuerzas combinadas de la Kriegsmarine (la marina
alemana) y la Wehrmacht (el Ejército), y se lanzaría desde las costas francesas
y belgas una vez contasen en Gran Bretaña con una cabeza de puente. La establecería
en Dover la brigada de paracaidistas que tantos éxitos acababa de conseguir en
las invasiones de Holanda, Bélgica y Francia.
La
antesala del ataque
El
principal obstáculo con que tropezaban los planes alemanes era el cruce del
canal en barcazas por fuerzas terrestres sin capacidad de defensa antiaérea.
Los efectivos de la Wehrmacht, estacionados en las bases francesas y belgas,
necesitaban un cielo despejado de aviones de ataque. Por ello, la estrategia
diseñada por el alto mando alemán contemplaba varias fases. Estas incluían el
acaparamiento de medios navales de transporte de tropas, suficientes para
trasladar a 200.000 hombres a las islas y repartirlos entre el puerto de
Ramsgate y el de la isla de Wight; obstaculizar en lo posible los suministros al
territorio británico por mar; y, paralelamente, quizá lo más importante, la
aniquilación del grueso de la RAF (Royal Air Force), la fuerza aérea británica,
una misión de la que se encargaría la alemana, la Luftwaffe.
Hitler
estaba convencido de que, ante esta ofensiva y exhibición de fuerza y acoso, el
pueblo británico se desmoronaría y el gobierno acabaría pidiendo un armisticio,
igual que había hecho el francés.
Hitler
se equivocaba trazando planes a medida de sus delirios. Minimizó la firmeza,
inteligencia, serenidad y capacidad de persuasión de Churchill.
Como
en tantas otras decisiones, Hitler se equivocaba trazando planes a la medida de
sus delirios y asumiendo como dogmas de fe las promesas de algunos de sus
próximos, particularmente Hermann Göring, ministro del Aire. Para empezar, el
Führer minimizó la firmeza, inteligencia, serenidad y capacidad de persuasión
de Churchill. Este apenas llevaba un mes en el cargo, pero actuaba con una
resolución que inspiraba confianza a los ciudadanos. Los preparativos alemanes
para la invasión no eran públicos, pero la prepotencia que destilaban hacían
que lo pareciesen. El 4 de junio, Churchill anticipó ante el Parlamento, al
país y al mundo, que Gran Bretaña lucharía hasta las últimas consecuencias y no
se rendiría ni se plegaría a la firma de un compromiso que limitase su
soberanía.
El
enfrentamiento, que pasaría a conocerse como la batalla de Inglaterra, fue una
de las campañas más dramáticas de la contienda y la más importante de la
historia de la aviación militar. Se desarrolló en cielo británico y, en
diferentes etapas, con mayor o menor intensidad y una abundante diversificación
de objetivos, se prolongó desde el 10 de julio de 1940 (si se parte de sus
primeros ataques todavía fuera de las zonas urbanas) hasta el 10 de mayo de
1941.
La
desproporción de fuerzas al comienzo de las hostilidades era elocuente. La
Luftwaffe, mandada por Göring, segundo jerarca del régimen y amigo personal de
Hitler, disponía de más de tres mil aviones (cazas, bombarderos, guardacostas y
aparatos de reconocimiento de los tipos Junkers, Stuka, Fokker, Dornier…). La
RAF, en cambio, bajo la jefatura del General Hugh Dowding, apenas contaba con un
tercio de ese despliegue, integrado por Spitfire y Hurricane. La superioridad
alemana era aún mayor en la práctica, gracias a sus más experimentados pilotos.
La única ventaja británica era el hecho de despegar y aterrizar en su
territorio, mientras las bases alemanas radicaban en Francia y otros países
ocupados. Los británicos disponían, además, de radares instalados en lugares
estratégicos, un invento reciente cuya utilidad se volvería decisiva.
Bombarderos
Heinkel 111 de la Luftwaffe sobre el canal de la Mancha en 1940. Foto:
Wikimedia Commons / Bundesarchiv, Bild 141-0678 / CC-BY-SA 3.0. (TERCEROS)
Error
y represalia
El
primer ataque lo desencadenaron varias escuadrillas de la Luftwaffe contra
objetivos navales al sur de Inglaterra y contra convoyes de transporte de
mercancías que operaban en el canal. Los alemanes lo bautizaron como
Adlerangriff (Ataque del Águila), y desde ese momento este tipo de operaciones
se convirtieron en diarias.
La
más espectacular y efectiva fue la del 15 de agosto de 1940, en que se
contabilizaron 2.119 bombardeos. Los aviones nazis derramaron cientos de
toneladas de bombas sobre diferentes objetivos estratégicos y económicos,
siempre con el fin de abrir el camino a la invasión naval y terrestre. Hasta el
24, día en que, quizá por el mal tiempo, las escuadrillas destinadas a
bombardear la desembocadura del Támesis se desviaron y acabaron soltando su
carga sobre algunos barrios de Londres, donde causaron numerosas víctimas
civiles e importantes daños.
Consciente
del impacto de la agresión en el ánimo de la población, Churchill ordenó una
represalia: el bombardeo de Berlín.
El
gobierno alemán se apresuró a pedir disculpas por lo que atribuyó a un error, y
tal vez lo fuese. Pero no sirvió para calmar la indignación en Gran Bretaña.
Churchill, consciente del impacto de la agresión en el ánimo de la población,
ya muy desmoralizada, reunió a los altos mandos militares y les ordenó una
operación urgente de represalia. Al día siguiente, los aviones de la RAF
bombardeaban unas fábricas de Berlín.
No
fue mucho el daño que lograron causar las bombas británicas, aunque sí fue
notable el efecto psicológico, tanto en la capital alemana como en Londres. Por
primera vez en la guerra, Berlín había sido atacada, y era tan vulnerable como
cualquier ciudad.
El
bombardeo coincidió con la reunión de los ministros de Exteriores alemán y
soviético, Ribbentrop y Molotov, para poner al día detalles del acuerdo entre
el Reich y la URSS.
Ribbentrop
exponía a su colega la buena marcha de la campaña contra Gran Bretaña cuando el
estruendo de las bombas les obligó a interrumpir la reunión para correr a cobijarse
en un refugio antiaéreo. Allí, al parecer, el poco diplomático Molotov le
espetó: “Si los británicos están derrotados, ¿quién nos está bombardeando?”.
La
impertinente pregunta no podía ser más oportuna. Y la respuesta no podía obviar
que Gran Bretaña era un hueso duro de roer hasta para las muy superiores
fuerzas aéreas y terrestres alemanas.
Hitler
reaccionó con uno de sus ataques de cólera, y ordenó una réplica en la que ya
no se respetarían las reglas tradicionales de la guerra, que preservaban los
objetivos civiles.
A
partir de entonces las escuadrillas de la Luftwaffe no abandonarían los
objetivos industriales y militares, pero el grueso de sus ataques se
concentraría en las grandes ciudades y, de manera prioritaria, en Londres. Así
comenzaban los días más dramáticos para los habitantes de la capital británica
y para su gobierno.
La
ofensiva, segunda fase en la práctica de los preparativos para la invasión, se
perpetuaría como el Blitz (palabra derivada del término alemán blitzkrieg,
guerra relámpago) de Londres. Hitler ya había tenido que reprimir sus prisas y
decretar el aplazamiento de la invasión hasta que los bombardeos allanasen el
camino de una vez por todas.
La
catedral de St. Paul de Londres sobrevive al blitz, 29 de diciembre de 1940.
Colecciones del Imperial War Museum. (TERCEROS)
El
“escarmiento” de Hitler
El
7 de septiembre se convertiría en una fecha imposible de olvidar para los
londinenses: 300 bombarderos de la Luftwaffe, escoltados por 648 cazas,
irrumpieron a pleno sol sobre la ciudad y bombardearon de manera indiscriminada
los muelles, el East End y algunos barrios comerciales, residenciales y
administrativos del centro.
Las
bombas incendiarias convirtieron algunos sectores en grandes hogueras que
destruyeron edificios históricos y barriadas enteras de viviendas. Los aviones
de la RAF salieron al encuentro del enemigo y derribaron 41 aparatos alemanes,
pero a costa de perder 28 propios.
Hitler
no solo quiso escarmentar a Londres por la osadía de bombardear Berlín, sino
atemorizar a la población para eliminar su resistencia.
Las
cifras de aquella primera batalla aérea reflejan su encarnizamiento. A los 69
aviones destruidos en el aire se sumó en tierra el trágico balance de 3000
muertos y alrededor de mil trescientos heridos. Los ataques alemanes se
prolongaron hasta bien entrada la noche. Hitler no solo pretendía un
escarmiento por la osadía de bombardear Berlín; por encima de todo pretendía
atemorizar a la población para eliminar su resistencia.
El
segundo ataque se produjo en la tarde del día 9. Las escuadrillas alemanas
volvieron a atacar en cuanto el tiempo lo permitió y alcanzaron algunos
objetivos, no todos. Los aviones de la RAF, alertados de su proximidad,
salieron a su encuentro, derribaron un buen número y obligaron a otros a dar la
vuelta. Las incursiones se convertirían en habituales. Solo las inclemencias
meteorológicas parecían proteger a los londinenses del peligro.
Hitler,
aunque furioso por los retrasos, estaba convencido de que, con las defensas
inutilizadas y la población atemorizada, Churchill acabaría por aceptar un
armisticio.
La
nueva fase de bombardeos ordenada por el Führer se bautizó con el nombre de
Operación León Marino. Comenzó aquel 7 de septiembre y se prolongaría, con
diferentes grados de intensidad, hasta el 10 de mayo del año siguiente.
Entre
septiembre y noviembre, los bombardeos sobre Londres fueron casi diarios.
Después adquirieron un carácter esporádico, lo que permitió a la RAF
incrementar el ritmo de fabricación de nuevos aparatos, entrenar mejor a los
tripulantes e incorporar a decenas de pilotos procedentes de antiguas colonias
(Australia, Canadá y Nueva Zelanda) y de las organizaciones de resistencia de
los países ocupados, franceses en su mayor parte. También fue posible mejorar
las prestaciones de los sistemas de radar.
Mussolini,
siempre servicial con Hitler, quiso sumarse a la operación contra Gran Bretaña
con una fuerza más bien simbólica de 40 aviones. Entraron en combate en
contadas ocasiones, y las dificultades que tenían para coordinar sus
movimientos con las escuadrillas de la Luftwaffe acabaron por convertirse en un
problema. Al cabo de cuatro meses regresaron a Italia.
Mientras,
Göring estaba convencido de una victoria rápida sobre la RAF, y así se lo había
prometido a Hitler, quien mantenía vigentes las órdenes dadas a la Wehrmacht
para aguardar preparada el momento de la invasión.
Resistir
en Londres
La
Luftwaffe había destinado tres de sus flotas aéreas para la batalla de Gran
Bretaña, que operaban desde diferentes puntos del continente: Holanda y
Bélgica; Francia; y Noruega. Sus órdenes eran contundentes: atacar sin descanso
hasta que la RAF, con mucha menor capacidad de defensa, fuese aniquilada.
En
aquellos primeros momentos parecía imposible que los británicos pudiesen
resistir. Las oleadas de escuadrillas del Reich asomaban por el horizonte a
cualquier hora y descargaban su mortífera carga en los lugares más inesperados:
de barrios residenciales a hospitales, orfanatos, escuelas, cuarteles o
iglesias.
Hasta
esos días aciagos, quizá los más duros de su historia, los londinenses vivían
confiados en la protección que les brindaba el alejamiento del continente, el
tradicional escenario de los conflictos europeos. La ciudad solo contaba con 92
defensas aéreas y apenas disponía de refugios.
Las
autoridades tuvieron que echar mano de sótanos de edificios consistentes para
ofrecer cobijo a los vecinos cuando sonaban las alarmas y se producían las
huidas despavoridas por las calles. Unas ochenta estaciones del metro fueron
reconvertidas en refugios, que brindarían protección a millares de personas en
aquellos años.
Las
escenas de dolor, las calles sembradas de cadáveres, los regueros de sangre en
las aceras, las familias que de pronto se quedaban sin hogar y el dantesco
paisaje general de destrucción y escombros convirtieron Londres en una ciudad
fantasmagórica. Numerosas empresas dejaron de funcionar, infinidad de comercios
cerraron sus puertas y la actividad cotidiana se desenvolvía entre los
sobresaltos y las limitaciones de alimentos y medicinas. El principal objetivo
de los ciudadanos era sobrevivir y proteger a los suyos.
Parte
de un escuadrón de la Royal Air Force (RAF) en agosto de 1940. Wikimedia
Commons / B. J. Daventry, fotógrafo oficial de la RAF. (TERCEROS)
La
prensa seguía informando pese a las dificultades derivadas de los cortes de
energía, los daños en las sedes de algunos medios y la pérdida de muchos
redactores, y era devorada por un público ansioso por conocer el incierto
futuro que le esperaba.
Quizá
el último londinense en perder la calma en aquel clima de tragedia colectiva
fue Churchill. El primer ministro rechazó las sugerencias de sus asesores de
trasladar su despacho a algún lugar seguro de los alrededores. Sabía que una
decisión así afectaría a la moral de sus conciudadanos. Siguió trabajando en un
sótano del Whitehall, la sede del gobierno, cuyas condiciones de seguridad ante
los bombardeos eran mínimas. Sorprendentemente, ninguna bomba alcanzó el
edificio, aunque algunas cayeron muy cerca.
Tuvo
menos suerte el palacio de Buckingham, la residencia real, una de cuyas alas
quedó bastante afectada. Ningún miembro de la familia real sufrió percances, y
su imagen al permanecer en Londres salió robustecida. Una frase de la popular
reina Isabel quedó viva en la mente de los ciudadanos: “Mis hijos no se irán
sin mí, y yo no me iré sin mi marido, que por supuesto permanecerá en Buckingham”.
Se
extiende el bombardeo
Aunque
asustados, los londinenses mantuvieron en conjunto una admirable calma, se
habituaron a convivir con el peligro y pronto reanudaron sus actividades. La
RAF, mientras tanto, incrementó sus fuerzas. Su potencial bélico seguía siendo
inferior al alemán, pero cada día lograba mayores éxitos en sus enfrentamientos
frontales con las escuadrillas del Reich. Para ello fue decisivo el Spitfire,
un caza con mayor capacidad de maniobra que los Heinkel y Junkers germanos y mayor
precisión en sus disparos.
Los
ataques, ya solo nocturnos, alcanzaron Belfast, pero para entonces los
británicos habían aumentado su capacidad defensiva.
A
finales de octubre la Luftwaffe diversificó sus acciones hacia otros objetivos
(puentes, puertos, carreteras y vías férreas) y efectuó 46 ataques sobre otras
grandes ciudades británicas, como Birmingham, Bristol, Liverpool, Coventry o
Newcastle.
Sus
responsables se percataron de que, a la luz del día, su supremacía aérea
disminuía de manera preocupante. El 30 de septiembre anterior, en el último
bombardeo diurno sobre la capital, el enfrentamiento terminó con 47 aparatos
alemanes derribados frente a 20 británicos. A partir de esa jornada, la
Luftwaffe cambió de estrategia. Pasó a bombardear por la noche, y empleó además
aparatos de mayor tamaño, que podían volar más bajo, transportar cargas
superiores y burlar mejor la vigilancia de los radares.
Churchill
visita las ruinas de la catedral de Coventry tras el blitz del 14-15 de
noviembre de 1940. Colecciones del Imperial War Museum. (TERCEROS)
Los
ataques, en algunas etapas menos virulentos, pero nunca interrumpidos más allá
de dos o tres días, alcanzaron Belfast, la capital de Irlanda del Norte, el 15
de abril de 1941, y se prolongaron aún cerca de un mes. Para entonces los
británicos habían desarrollado una capacidad defensiva susceptible de
neutralizar muchos de los bombardeos y, probablemente, de impedir la invasión
proyectada, de haberse producido.
Pero
Hitler ya había advertido las dificultades de su empeño y decidió aplazar el
desembarco de la Wehrmacht. Su atención por esas fechas estaba puesta en
invadir con éxito la URSS.
El
10 de mayo, en el último ataque sobre Londres, en los meses y años siguientes
se produjeron otros muy esporádicos y sin mayor gravedad, los bombardeos se
cebaron sobre edificios históricos y puntos emblemáticos de la ciudad, como la
abadía de Westminster, el palacio de St. James y el British Museum.
Los
daños causados al patrimonio artístico por las bombas fueron incalculables,
aunque no tanto como los causados a la economía y, lo peor, el balance de
víctimas: 43.000 muertos, más de cien mil heridos y un millón de familias sin
vivienda en todo el país. La RAF perdió en aquellos combates 500 pilotos y 915
aviones, frente a los 1.733 aparatos que se dejó en el intento la Luftwaffe.
El
Blitz de Londres no solo pasaría a la historia como la más espectacular batalla
aérea de todos los tiempos, tantas veces perpetuada por el cine, sino también
como uno de los episodios más salvajes perpetrados por la crueldad nazi a lo
largo de la Segunda Guerra Mundial. Pero también se convertiría en el primer
contratiempo serio con que tropezó Hitler en el que pronto sería su avance
hacia la derrota final.
Fuente:
https://www.lavanguardia.com