11 de marzo de 2020
A 75 AÑOS DE LA OPERACIÓN TAN, EL ATAQUE KAMIKAZE QUE PRETENDIÓ SER EL SEGUNDO PEARL HARBOUR
El
11 marzo de 1945 Japón atacó a la flota norteamericana que estaba amarrada en
el atolón de Ulithi. Buscaba ser un ataque sorpresa, imitar Pearl Harbour y
reproducir su efecto. El método elegido fue enviar a los Kamikaze. Pero nada
resultó según lo planeado.
Por
Matías Bauso
11
de Mayo de 1945: el ataque kamikaze a la flota norteamericana (Shutterstock)
Estados
Unidos avanzaba a paso firme. Las bajas japonesas eran cada día más abundantes.
La situación parecía irreversible.
Siguiendo
con su táctica de tomar pequeñas islas como asentamiento para tener bases cada
vez más cerca de Tokio, los norteamericanos se asentaron en Ulithi, un atolón
conformado por 40 islotes. Ulithi fue utilizado por Japón en ambas guerras mundiales,
pero para fines de 1944 habían tenido que abandonar las instalaciones ante el
avance enemigo. Estados Unidos hizo base en el atolón, agrupando y abasteciendo
a su tropa antes de iniciar la batalla de Okinawa.
Enterados
de esta situación, los mandos japoneses decidieron atacar. Los tomarían de
sorpresa. Pretendían llevar a cabo otro Pearl Harbour.
Era
una gran oportunidad para aprovechar el factor sorpresa y provocar daños
considerables en la flota enemiga. Una posibilidad de revitalizar la posición
japonesa y de afectar material y moralmente a los norteamericanos. Los
comandantes japoneses compraron la idea de inmediato. Un segundo Pearl Harbour.
Eso era lo que necesitaban.
Se
creó una Fuerza Especial de ataque. Se la llamó Azuza. A la misión se la
denominó Operación Tan. El 10 de marzo de 1945 se dispusieron a despegar. Pero
luego de una hora de vuelo debieron volver a la base. Una gran tormenta, escasa
visibilidad y otros inconvenientes hicieron suspender la misión. A la mañana
siguiente volvieron a despegar por segundo día consecutivo hacia la segura
muerte. Pero las posibilidades japonesas a esa altura del conflicto bélico eran
cada vez menos. Eso se vislumbraba en las condiciones técnicas, entre otras
cosas. Aunque el ataque fuera absolutamente exitoso, 24 aviones no podían
destruir a todas las naves importantes de su enemigo. Sólo lograrían un éxito
fugaz, conseguirían atrasar el ataque de los Estados Unidos, ganar tiempo y
minar su autoestima.
El
teniente Takamisu Nishida tenía 22 años y escribió: “Es el amanecer del 11 de
marzo. En 5 horas me estaré estrellando contra un barco enemigo. Me despido de
todo el mundo. Papá, Mamá: voy a tacar”.
Uno
de los pilotos de esta Fuerza Especial era el teniente Takamisu Nishida. En su
carta de despedida escribió: “Tengo estudios universitarios. Sé que Japón no
puede ganar esta guerra. Doy mi vida para que el país encuentre las condiciones
más favorables para restaurar la paz. Mi acción ayudará al pueblo japonés a
encontrar su camino después de la guerra. Reforzará el honor nacional”. Luego
anotó en su diario personal con menos formalidad: “Es el amanecer del 11 de
marzo. En 5 horas me estaré estrellando contra un barco enemigo. Me despido de
todo el mundo. Papá, Mamá: voy a tacar. Esa es mi pincelada personal”. Takamisu
Nishida tenía 22 años.
Varios
de los aviones de Azuza sufrieron desperfectos técnicos en el aire. Algunos
pudieron regresar a la base. Pero otros debieron realizar aterrizajes de
emergencia en islas perdidas del Pacífico o directamente se estrellaron contra
el mar. En medio de la larga travesía, el mal tiempo volvió a aparecer. Los
pilotos habían decidido ir a la menor velocidad posible para ahorrar
combustible. Sin embargo, varios se quedaron sin reservas antes de la llegada a
su objetivo. La flota se iba disgregando con el correr de las horas y ni
siquiera habían tomado contacto visual con el enemigo.
Sólo
11 lograron llegar al Atolón de Ulithi. El arribo, ya de noche, los sorprendió.
Todo estaba iluminado. La base, las instalaciones en tierra, los portaaviones,
cruceros, acorazados y destructores. Nadie los estaba esperando. Uno de los
aviones se adelantó al resto. Impactó de lleno en un extremo de la cubierta del
portaaviones Randolph. La misión empezaba de gran manera. Pero ese fue su
último (y único) acierto.
Gran
parte de la tripulación se encontraba en un hangar viendo una película. Una
manera de distraerse. De pronto, un estruendo pavoroso. El piso temblando. El
calor del fuego. Todos corrieron a ocupar sus puestos. Lo primero que se le
vino a la cabeza fue que se había tratado de un aterrizaje fallido. Alguien que
volvía y no pudo maniobrar con su avión. Recién a la madrugada con las primeras
luces del día entenderían lo que había sucedido.
Sólo
11 kamikazes lograron llegar al Atolón de Ulithi. Ninguno sobrevivió
(Shutterstock)
Las
luces del resto de las embarcaciones y de todas las instalaciones de la base se
apagaron de manera abrupta. El protocolo de defensa se puso en marcha, aunque
nadie supiera bien qué estaba ocurriendo. Los pilotos japoneses se
desorientaron en la oscuridad. El haber visto de manera tan sencilla a la flota
enemiga les había jugado una mala pasada. Creyeron que durante todo el ataque
tendrían la misma visibilidad. Pero la única fuente de luz que persistía eran
las llamas que los americanos trataban de apagar en la cubierta del Randolph.
Tratando de recordar dónde estaban los objetivos se lanzaron a ciegas contra
ellos. Nueve de los aviones kamikazes se estrellaron contra el agua. El
restante confundió, en las penumbras, una pista de aterrizaje con un portaaviones
y terminó contra el asfalto sin provocar víctimas más que el propio piloto.
El
ataque desesperado, el nuevo Pearl Harbour, fue un rotundo fracaso. Lo que
tenía como intención, además de hundir barcos, lastimar la confianza de las
fuerzas aliadas, sólo había desnudado la desesperación y escasez de recursos
japoneses. La guerra estaba llegando a su fin.
Hubo
otros ataques kamikazes posteriores. En especial en la Batalla de Okinawa pero
ya su eficacia fue mermando. El fracaso de la Operación Tan mostró (aunque
muchos no quisieran verlo en ese momento) que las Fuerzas Especiales, que los
Kamikazes ya no incidirían en el resultado final.
Los
antecedentes databan de un par de años antes. Durante la Guerra del Pacífico
hubo casos de aviadores japoneses, que al ver que los daños en su avión eran
severos, decidieron estrellarse contra buques enemigos. Otros hicieron lo mismo
contra otras aeronaves, colisionando en el aire. Hasta se encuentran ejemplos
en la Batalla de Midway por parte de algún piloto norteamericano que impactó en
un crucero rival. Pero estos eran gestos desesperados, espontáneos. Pura
improvisación en el fragor del combate, ante la desesperación en medio del
enfrentamiento. En 1945, Alemania creó el escuadrón de los Rammjäger. Aviones
fortificados que chocaban otros bombarderos. No eran estrictamente misiones
suicidas porque existía la posibilidad de que quienes los conducían se
eyectaran en el último instante. Ante el avance de los soviéticos, hubo quienes
se estrellaron con sus aeronaves en puentes alemanes para detener el avance del
Ejército Rojo.
Un
piloto suicida Kamikaze se lanza contra un barco norteamericano en el Pacífico
(Shutterstock)
En
octubre de 1944, con la flota norteamericana avanzando en el Pacífico, los
japoneses veían como el poderío del enemigo los ponía en graves dificultades.
Los comandantes japoneses vislumbraron que sería difícil revertir el trámite de
la guerra sin nuevos métodos que pudieran ser puestos en práctica de inmediato.
La defensa heroica de sus hombres parecía ya no alcanzar. El espíritu samurái
no se doblegaba, pero no bastaba. La relación de fuerzas había variado
sensiblemente desde el inicio de la guerra. En los primeros años, Japón era más
poderoso que sus enemigos. Tenía más pilotos, mejor entrenados y mayor
tecnología en sus aviones. A partir de Midway (1942) la ecuación comenzó a
modificarse. Y ya en 1945 la superioridad aliada era innegable. Se calcula que,
durante 1944, los japoneses perdieron el 45 % de sus aviones y pilotos. Los
recursos para entrenamiento eran cada vez más escasos. También los destinados
al combate.
Lanzar
aviones contra los buques enemigos. Aviones cargados con poderosas bombas y con
el piloto dentro. No había otra forma. La maniobra era de una enorme
complejidad: había que esquivar el fuego enemigo proveniente de los barcos, el
ataque de otros aviones y acertarle, en medio de ese aquelarre de disparos y
maniobras distractivas, a la nave rival en el lugar exacto, en un sitio en el
que el daño producido tuviera como consecuencia el hundimiento o la
inutilización. Un avión a la deriva, con el piloto eyectado, nunca podía dar en
el blanco.
La
creación de las Fuerzas de Ataque Especial (así eran llamados formalmente los
escuadrones kamikazes) es atribuida al Almirante Takijiro Onishi. Sabía que
encontraría voluntarios. Las incursiones aéreas convencionales no estaban dando
resultado.
Varios
altos oficiales estaban en contra de la práctica kamikaze. El rechazo no se
fundaba en la negativa a mandar a hombres a la muerte segura. Había otros tres
argumentos de mayor peso para ellos. El primero era el gran costo. Se perdía un
avión y también a un piloto experimentado. A su vez, el impacto de la nave en
la cubierta de un portaaviones no garantizaba un daño seguro a menos que la
cubierta estuviera repleta de aviones. Por último, era muy complicado
determinar si la misión era exitosa o un fracaso porque los protagonistas nunca
sobrevivían para reportar.
Los
pilotos kamikazes, antes de ingresar a la cabina de su nave, se despedían con
una frase singular. ¡Yasukuni de aou!. “Nos vemos en Yasukuni”. Yasukuni es un
templo sagrado. Donde habitan los guerreros. El templo al que concurre dos
veces por año el emperador a rendir tributo.
Los
aviadores que se incorporaron a la Fuerza Aérea tras la convocatoria kamikaze
no tenían la experiencia suficiente. Los requisitos de admisión no eran
demasiados. La guerra provocaba bajas y quedaban pocos pilotos con experiencia.
Los nuevos pilotos tenían un promedio de entre 70 y 100 horas de vuelo. Antes,
como mínimo, un piloto tenía 500 horas de vuelo. La falta de experiencia no era
el único obstáculo. En la enseñanza se hacía hincapié en el despegue y en las
maniobras para hacer impactar el avión contra el objetivo enemigo. En la
instrucción no se perdía tiempo enseñando cuestiones superfluas: el aterrizaje
no se practicaba.
Antes
de subir por última vez a su avión, los pilotos cumplían con un rito. Los
despedía el comandante de la base con un discurso emotivo y un poema que les
escribía para la ocasión. Los pilotos también escribían. Cartas a sus
familiares y un haiku fúnebre. A su vez dejaban un mechón de pelo y un trozo de
uña envuelto en papel para sus seres queridos. En la pista tomaban una taza de
sake y comían un puñado de arroz (el almuerzo previo era abundante con besugo
como plato principal, también siguiendo una tradición samurái). Luego se
colocaban en la frente el hachimaki, una cinta blanca con el círculo rojo en el
medio. Algunas de esas vinchas llevaban una frase. “Si tuviera siete vidas
daría cada una de ellas por el Imperio” decía una de ellas, por ejemplo.
Las
despedidas a los pilotos suicidas japoneses
Dentro
de esos rituales de despedida hubo uno que debió ser abortado con celeridad. En
algunas bases se les ofrecía, la noche anterior al despegue, una fiesta final a
los pilotos. Corría el sake, se preparaban manjares, los ánimos se alteraban y
entre los placeres terrenales que se les ofrecía estaba el de las mujeres.
Chicas muy jóvenes que en muchos casos eran raptadas en pueblos cercanos para
satisfacer a los kamikazes. Esas noches muchas veces derivaron en orgías
incontrolables que alteraba el orden de las bases militares. Debido a eso, se
prohibieron ese tipo de homenajes.
En
el momento de subir al avión, el saludo con los otros pilotos, la cita en
Yasukuni. Ingresaban a su cabina, adornada con ramas de cerezo y con la foto o
las cenizas de un compañero a familiar al que iban a vengar. Después emprendían
el viaje postrero. Antes de morir, la última palabra, el grito final.
“¡Hissatsu!. ¡No voy a fallar!”.
Los
aviadores no sólo debían lidiar con el temor a morir y con las complejidades
técnicas de la misión, también querían que su sacrificio tuviera sentido y que
su logro se reflejara en verdadero daño al enemigo. “Que no sea sólo un
barquito sino un grandioso portaviones” era una frase que aparecía en algunas
plegarias previas al despegue
Los
aviadores no sólo debían lidiar con el temor a morir y con las complejidades
técnicas de la misión, también querían que su sacrificio tuviera sentido y que
su logro se reflejara en verdadero daño al enemigo. “Que no sea sólo un
barquito sino un grandioso portaviones” era una frase que aparecía en algunas
plegarias previas al despegue
Los
ataques kamikazes tuvieron efecto en la tropa enemiga. No sólo por su mayor
eficacia en el daño provocado. Afectaron la moral del enemigo. Era la
demostración fáctica, sin admitir prueba en contrario, del punto hasta donde
eran capaces de llegar los japoneses. “Todo el mundo habla de luchar hasta el
último hombre, pero, en realidad, sólo los japoneses lo hacen”, dijo el general
norteamericano William Slim.
Un
periodista norteamericano que viajaba a bordo del crucero Montpellier describió
el cuadro de la cubierta momentos después de haber sufrido un ataque kamikaze.
“Por la cubierta corrían sangre, rótulas, cráneos, sesos, corazones, lenguas y
brazos”, escribió. Un comandante de la marina norteamericana dijo que “el arma
más eficaz contra los kamikazes fue que al final se quedaron sin pilotos”.
Los
aviadores no sólo debían lidiar con el temor a morir y con las complejidades
técnicas de la misión, también querían que su sacrificio tuviera sentido y que
su logro se reflejara en verdadero daño al enemigo. “Que no sea sólo un
barquito sino un grandioso portaviones” era una frase que aparecía en algunas
plegarias previas al despegue.
Al principio e hacía hincapié en que debían
elegir bien su objetivo. Que no debían desperdiciar ni su vida ni el material.
Si el objetivo no era claro ni valioso debían regresar a la base, a esperar una
nueva misión. En los primeros tiempos de las misiones especiales, los regresos
a la base eran frecuentes. Algunos investigadores calculan que la mitad de los
vuelos se suspendía por no encontrar el objetivo que habían salido a buscar.
Pero los reveses de los últimos meses de la guerra hicieron que los altos
mandos olvidaran este postulado sensato. En el transcurso de esos días los
aviones despegaban sólo con el combustible necesario para llegar hasta el
blanco: no tenían cómo regresar. La escasez y la desesperación multiplican las
malas decisiones.
La
ceremonia con sake y arroz antes del despegue
Hubo
otros métodos kamikazes o de misiones suicidas. Por ejemplo, los Kaiten, unos
torpedos humanos, torpedos tripulados que buscaban impactar en buques y
portaaviones. Quien los navegaba (un eufemismo) no tenía ninguna posibilidad de
sobrevivir. Los Kaitén, que parecían una buena idea y que se suponía que podían
ser eficaces, mostraron ser sólo un arma inútil y cruel. El porcentaje de aciertos
fue casi inexistente. No provocaron daños a la flota enemiga y consiguieron que
cada uno de los compatriotas que los manejó muriera. Tal vez en la palabra que
eligieron para denominar ese exótico y cruel adminículo estuviera sellado su
destino. Kaitén significaba Mala Suerte.
El
Almirante Onishi, creador de las Fuerzas de Ataque Especial, se suicidó la
noche de la rendición japonesa. No fue el único. Miles de japoneses lo
hicieron. Muchos investigadores sostienen que Onishi, en los últimos meses de
su vida, sabía que el resultado final era irremontable. Sin embargo, tenía la
plena convicción que esos jóvenes que se estrellaban contra los barcos enemigos
eran la única esperanza de Japón, eran ellos y el recuerdo que dejarían quienes
con su sacrificio harían sobrevivir a Japón y a los japoneses.
El
Emperador Hirohito en 1945. Se le permitió al fotógrafo Tom Schaffer, de la
Agencia Acme, hacer esta foto a una distancia de 3 metros, la imagen más
cercana que jamás se haya permitido realizar a Su Majestad (Shutterstock)
El
15 de agosto de 1945, a las doce en punto del mediodía, el emperador Hirohito
se dirigió por radio a su país. Era la segunda vez en la historia que lo hacía.
Muchos jamás habían escuchado su voz, pero igual la reconocían de inmediato.
Era la voz de una deidad (al menos por un año más). Anunció la capitulación del
Japón. No pronunció nunca, en los cinco minutos de su discurso, la palabra
rendición. Igual, todos los japoneses entendieron.
El
vicealmirante Ugaki, comandante de la quinta flota aérea de Japón, lanzó el
último ataque kamikaze. El escuadrón estuvo integrado por 11 bombarderos, en
los que viajaban hacia la muerte 23 tripulantes, todos los subalternos que le
quedaban a Ugaki a cargo. Buscaron un blanco por horas. Les costó avistar un
objetivo. Ninguno de los 23 sobrevivió. Ugaki falló al intentar impactar una
lancha de desembarco norteamericana atracada en la playa.
Ese
fue el último ataque kamikaze. Ocurrió varias horas después del anuncio de la
rendición.
Fuente:
https://www.infobae.com