Por Javier Jordán (*)
Introducción
“El poder aéreo es una forma inusualmente seductora de la fuerza
militar, en parte porque, al igual que el noviazgo moderno, parece ofrecer
satisfacción sin compromiso”.
Así advertía en el Foreign Affairs, Eliot A. Cohen poco tiempo después de la
guerra del Golfo de 1991. Y en otro artículo publicado en 2016, Steven Metz
volvía a recordar lo tentador que es para los Estados Unidos recurrir de manera
predominante al poder aéreo. Reduce el riesgo de bajas propias, permite
explotar la abrumadora ventaja tecnológica de sus fuerzas armadas, y es fácil
de retirar si la situación se complica en exceso.
Además, en determinados casos el poder aéreo permite enviar el mensaje de que
el gobierno “está haciendo algo” a un coste político y militar asumible.
Pero las prevenciones de Cohen y Metz no son compartidas por
toda la comunidad de Defensa norteamericana. A raíz de la campaña aérea contra
el Daesh, hace un año Mike Pietrucha y Jeremy Renken defendían en War on the
Rocks la necesidad de priorizar las campañas aéreas como alternativa a los
grandes despliegues terrestres: “Dada la falta de éxito militar evidente en los
acercamientos de los últimos 15 años, la limitada base de recursos de los
Estados Unidos debe reasignarse hacia los elementos del poder militar nacional
que han demostrado ser exitosos, y lejos de la enfoques que caracterizaron a
Vietnam, Irak y Afganistán”. Abundando en la misma idea, añadían un poco más
adelante: “Después de las experiencias del último cuarto de siglo, el
Departamento de Defensa debería reequilibrar su asignación de recursos, con
fondos dirigidos actualmente al Ejército redirigido según las aplicaciones
aéreas y navales. Las fuerzas terrestres pesadas siguen siendo indispensables
en Europa y en la península de Corea, pero menos en otros lugares”.
Es fácil tachar sus argumentos de simplistas, e incluso de
institucionalmente interesados, pues tanto Pietrucha como Renken son oficiales
de la USAF. Sin embargo, sus conclusiones se hacen eco de un debate estratégico
más rico, con una tradición que se remonta a los primeros teóricos del poder
aéreo. Además, no se trata además de opiniones aisladas. Sintonizan con el Concepto
conjunto de acceso y maniobra en los Global Commons, conocido anteriormente
como Batalla Aire/Mar, y asumido por la actual Third Offset Strategic
norteamericana, que por razones obvias prioriza las capacidades aéreas y
navales sobre las terrestres en un hipotético conflicto con China.
Lo cual, en un contexto de severos recortes presupuestarios no es, ni mucho
menos, una cuestión menor.
Este documento pone en perspectiva la evolución histórica de
un debate presente en la actualidad. Para ello comenzaremos con una breve
introducción al concepto de poder aéreo y posteriormente distinguiremos tres
fases históricas en su desarrollo teórico:
- Las primeras aportaciones del periodo comprendido entre la
Primera y la Segunda Guerra Mundial;
- El debate sobre la capacidad coercitiva del poder aéreo en
las décadas de 1980-1990;
- La teorización sobre las ventajas y límites del modelo
Afganistán 2001, que, con adaptaciones, se está volviendo a emplear contra el
Daesh en Siria e Irak desde agosto de 2014.
El documento no pretende ser una síntesis de la Historia del
poder militar aéreo. Por esa razón, obviaremos la mayor parte de los hechos,
campañas o innovaciones tecnológicas para centrarnos exclusivamente en un
aspecto muy particular de su desarrollo teórico: la supuesta primacía del poder
aéreo sobre las fuerzas terrestres en la conducción de la guerra.
Las fronteras conceptuales del poder aéreo
Según algunos autores, resultaría más apropiado hablar de “poder
aeroespacial”.
Según otros, el poder espacial, el aéreo y el del ciberespacio serían
complementarios pero no formarían una unidad.
Nuestro objeto de atención es otro, así que de entrada soslayaremos este debate
y optaremos por el término más habitual de “poder aéreo”. Más congruente, como
se verá, con los contenidos de este documento.
Las definiciones oficiales de poder aéreo ponen el acento en
su carácter de capacidad. Por ejemplo, la USAF lo define como “la capacidad de
proyectar poder militar o influencia mediante el control y explotación del
aire, espacio y ciberespacio para alcanzar objetivos estratégicos,
operacionales y tácticos”.
Por su parte, la RAF lo entiende como: “la capacidad de proyectar fuerza
militar en el aire o en el espacio por o desde una plataforma o misil que opere
por encima de la superficie terrestre. Dicha plataforma puede consistir en un
avión, un helicóptero o un sistema no tripulado”.
Según, la Conferencia de Jefes Aéreos Europeos (EURAC), en la que participa
España, “el poder aéreo es la capacidad de proyectar y emplear fuerza militar
en el aire o en el espacio desde una plataforma aérea o un misil operando sobre
la superficie de la Tierra”.
Lógicamente, el término capacidad debe entenderse en su
sentido integral: materiales, infraestructura, recursos humanos,
adiestramiento, doctrina y organización.
La definición de la USAF hace más explícito el carácter instrumental con
respecto a las otras dos definiciones, donde se entiende como implícito. En ese
sentido tiene más semejanza con la definición académica de poder aéreo aportada
por Colin S. Gray. Este autor se basa en una definición previa propuesta por el
General norteamericano William Mitchell, a su vez uno de los padres del poder
aéreo, tanto en su dimensión teórica como sobre todo práctica. Según Colin S.
Gray el poder aéreo es la “capacidad de hacer algo (estratégicamente útil)
desde el aire”.
La introducción de este matiz resulta fundamental, pues de
lo contrario el poder aéreo, entendido exclusivamente como una capacidad,
quedaría desconectado del triángulo de la estrategia, compuesto por fines,
modos y medios (fines, caminos and medios). Aunque resulte obvio decirlo, para
que el poder aéreo logre efectos estratégicos es necesario establecer un puente
entre las acciones militares desde el aire y los objetivos políticos. En su
ausencia, si existe una desconexión entre el empleo del poder aéreo y los
objetivos políticos, por falta de estrategia o por una estrategia mal
concebida, la utilidad de la herramienta se verá gravemente afectada, por muy
capaz que esta sea.
El debate teórico sobre la primacía del poder aéreo
Ante el consenso actual sobre la importancia de las
operaciones conjuntas (tierra-mar-aire-espacio-ciberespacio), parece fuera de
lugar preguntarse si el poder aéreo debe ser o no la herramienta estratégica
predominante.
Sin embargo, operaciones como Deliberate Force (Bosnia,
1995), Desert Fox (Irak, 1998), Allied Resolve (Kosovo, 1999), las primeras
fases de la guerra entre Israel y Hezbollah en 2006 (hasta que la incapacidad
de los ataques aéreos para poner fin a los lanzamientos de cohetes llevó a una
intervención terrestre a gran escala de resultado también insatisfactorio), o
la campaña aérea de la OTAN contra el régimen de Gadafi en 2011 (Unified
Protector), han otorgado un papel preponderante al poder aéreo en el empleo de
la fuerza militar. Por tanto, más allá de los motivos que explicábamos al
comienzo de este documento, relacionados con la campaña de bombardeos contra el
Daesh y el nuevo replanteamiento del debate, hay razones más que de sobra para
pensar que la cuestión sigue vigente.
Para entender los argumentos actuales, y comprobar al mismo
tiempo que ha habido una evolución teórica, vamos a dividir la exposición en
los tres apartados que ya anunciamos en la introducción:
Las aportaciones de los primeros teóricos del periodo de
entreguerras;
- El debate de las décadas de 1980-1990 sobre la capacidad
coercitiva del poder aéreo convencional;
- Lo que llamaremos el modelo Afganistán 2001, que en cierta
medida se está aplicando de nuevo contra el Daesh en Siria e Irak.
Estas tres etapas no comprenden todo el desarrollo histórico
de la teoría del poder aéreo. No incluimos otros momentos fundamentales como
las dos primeras décadas de la era nuclear, o la elaboración de la Batalla
aire/tierra entre finales de la década de 1970 y principios de 1980. La razón
es que sólo nos interesa destacar los momentos más importantes donde se ha
debatido la supuesta primacía del poder aéreo convencional sobre otras
herramientas estratégicas, principalmente sobre el poder terrestre. Aclarado
este punto iniciamos nuestro recorrido histórico.
Primer debate: El poder aéreo convencional como arma
definitiva
El poder aéreo experimentó un impresionante desarrollo
durante la Primera Guerra Mundial, tanto desde el punto de vista material como
conceptual. La aviación militar, empleada en un inicio para tareas de
reconocimiento, fue desempeñando un número creciente de misiones que mantiene
en la actualidad: superioridad aérea, apoyo aéreo cercano, interdicción,
bombardeo estratégico, lucha antisubmarina, etc.
El escepticismo con el que las mentalidades más resistentes
al cambio suelen acoger las innovaciones tecnologías disruptivas se había
quedado sin argumentos. Sin embargo, ¿cuáles eran las potencialidades y límites
del poder aéreo de cara a nuevos conflictos? Las primeras respuestas teóricas
tienen elementos comunes, y algunas diferencias sustanciales. En lugar de hacer
una revisión histórica autor por autor, que puede consultarse con mayor
profundidad en otras fuentes, ofrecemos una síntesis de sus aspectos más
destacados.
En primer lugar, los puntos comunes. La mayoría de los
primeros teóricos y defensores del poder aéreo pensaban que los avances de esta
nueva capacidad militar evitarían el callejón sin salida y el enorme desgaste
de la Primera Guerra Mundial. El poder aéreo ofrecería un atajo para eludir la
monstruosa destrucción de la guerra de trincheras. Su argumentación se puede
condensar en siete proposiciones:
- En el combate terrestre predomina la defensiva por el enorme
coste de la ofensiva. Era una conclusión propia de la Primera Guerra Mundial,
aunque demasiado genérica, pues el último año de la guerra la ofensiva Michael
(también conocida como ofensiva Ludendorff) por parte alemana, y la ofensiva de
los cien días, por parte aliada, demostraron que nuevas doctrinas y tecnologías,
entre ellas la aviación, favorecían otra vez la ofensiva.
No obstante, si a lo largo de la Historia la inmensa mayoría de las guerras se
habían ganado derrotando a las fuerzas terrestres del enemigo, la Primera
Guerra Mundial demostraba que tal opción era cada vez más costosa en hombres y
recursos. El poder aéreo permitía proyectarse por encima de ese punto muerto.
Era capaz de superar el frente de batalla y atacar el corazón del territorio enemigo.
Según uno de sus grandes partidarios, el Mariscal del Aire británico Hugh
Trenchard: “No es necesario, para una fuerza aérea, para derrotar a la nación
enemiga, derrotar primero a sus fuerzas armadas. La potencia aérea puede
prescindir de ese paso intermedio”.
- En el enfrentamiento aéreo la ofensiva tiene ventaja sobre
la defensiva. Es una idea relacionada con la anterior y propia de aquel estadio
de desarrollo tecnológico. Teniendo en cuenta que los primeros radares no
estuvieron operativos hasta muy poco antes del inicio de la Segunda Guerra
Mundial, las posibilidades de interceptar una ofensiva aérea eran por entonces
prácticamente inexistentes. De ahí la famosa afirmación de Stanley Baldwin en
el parlamento británico en noviembre de 1932: “Creo que también es bueno que el
hombre de la calle se dé cuenta de que no hay poder en la tierra que pueda
protegerlo de ser bombardeado. Sea lo que sea lo que la gente le diga, el
bombardero siempre pasará. La única defensa está en ofendido, lo que significa
que tienes que matar a más mujeres y niños más rápido que al enemigo si quieres
salvaros a ti mismo...”.
Quienes vivieron aquel momento percibían la amenaza de los bombarderos de
manera relativamente similar a la que décadas más tarde plantearían los misiles
balísticos intercontinentales.
La capacidad de la aviación para sobrevolar las líneas enemigas le permitía
adentrarse y golpear directamente a quienes tomaban las decisiones políticas y
a quienes mantenían viva la voluntad de combatir.
- Gracias al poder aéreo el que ataca primero tiene ventaja.
Conclusión derivada de las dos proposiciones anteriores. Si el poder aéreo
beneficia la ofensiva en detrimento de la defensiva, entonces lo conveniente es
golpear primero. Por eso el General italiano Giulio Douhet aconsejaba lograr
cuanto antes el control del aire, mediante ataques a las bases de la fuerza
aérea enemiga. Algo que se aplicó efectivamente durante la Segunda Guerra
Mundial y en enfrentamientos muy posteriores como los primeros compases de la
Guerra de los Seis Días.
- Los efectos decisivos del bombardeo estratégico se derivan
de las consecuencias de la destrucción, no de la destrucción física en sí
misma. Es decir, para los primeros teóricos la fortaleza del poder aéreo se
encontraba en su capacidad coercitiva para someter la voluntad de lucha del
adversario, una cuestión que continuará siendo central en el debate de las
décadas 1980-1990. También veremos en seguida que la diferencia principal entre
estos primeros teóricos radicaba en cómo lograr tales efectos indirectos. De
ahí, que ese tipo de bombardeos recibieran la denominación de “estratégicos”.
Se asumía que sus consecuencias no se limitaban a un determinado teatro de
operaciones, sino que permitían alcanzar objetivos que afectaban al conjunto de
la guerra.
- Como resultado de lo anterior, se pensaba que el poder aéreo
proporciona una ruta independiente hacia la victoria. Esta es la piedra angular
de lo que en este documento llamamos el primer debate: la posibilidad de ganar la
guerra exclusivamente desde el aire, mediante golpes devastadores que provoquen
el colapso moral del país enemigo. H. G. Wells ya había transmitido esta imagen
al público en su libro War in the Air, publicado en 1907. Y el bombardeo de
Londres por algunos zepelines y aviones Gotha alemanes, así como las
represalias británicas contra objetivos civiles durante la Primera Guerra
Mundial, habían sido un anticipo de la destrucción que provocarían oleadas de
cientos de bombarderos en el siguiente conflicto. De ahí que los primeros
teóricos contemplaran el avión como el arma definitiva. Un concepto que décadas
más tarde también se aplicó a los artefactos nucleares.
- La idea anterior conduce a otra más: la independencia
institucional del poder aéreo. La Royal Air Force lo consiguió poco antes del
fin de la Primera Guerra Mundial. Su principal promotor y primer jefe de Estado
Mayor fue el ya mencionado Mariscal del Aire, Hugh Trenchard. En Italia la
Regia Aeronautica se independizó del ejército de tierra en 1923. Mientras que
en los Estados Unidos la United States Army Air Force (anteriormente Air Corps)
no se transformó en USAF hasta septiembre de 1947. Más allá de las batallas
burocráticas, el aspecto que nos interesa es que las nuevas fuerzas aéreas
trataron de reafirmar su independencia priorizando el bombardeo estratégico por
encima del apoyo a las fuerzas terrestres o navales (que consideraron una
misión secundaria y, en casos extremos, una tarea al servicio de fuerzas
llamadas prácticamente a desaparecer).
Las teorías que defendían la primacía del poder aéreo se convirtieron así en
parte de la cultura organizativa de la RAF, y más tarde de la USAF, lo cual
tuvo importantes consecuencias en el desarrollo del poder aéreo durante la
Segunda Guerra Mundial y primeras décadas de la Guerra Fría. Un buen ejemplo de
esa mentalidad son algunas declaraciones del General Henry Harley
"Hap" Arnold, que estuvo al frente de la USAAF entre 1938 y 1941, y
para quien el poder aéreo “es un arma ganadora de la guerra por derecho
propio", el método de guerra "más barato en todos los casos" y
"con mucho el economizador más grande en vidas humanas”.
Hugh Trenchard
- Por último, según los primeros teóricos, la primacía
permitiría reducir el gasto militar. No se trataría de expandir aún más el
tamaño de los ejércitos, sino de recortar el terrestre y el naval a favor del
poder aéreo. Según Giulio Douhet: “esta nueva vía resulta económica pues nos
permite lograr la defensa nacional con un gasto limitado de energías, una vez que
se evalúan adecuadamente las armas de aire, tierra y mar”.
En la misma línea, el norteamericano William Mitchell afirmaba que el coste de
operar una fuerza aérea sería similar al de uno o dos acorazados al año.
El segundo punto a comentar son las diferencias en el modo
de lograr la coerción del adversario. Y antes de entrar en ello conviene
introducir brevemente el concepto de coerción, pues también será el tema
central del segundo debate. Para ello utilizamos la distinción clásica que
establece Thomas C. Schelling entre fuerza bruta y coerción:
- La coerción recurre a la fuerza para rendir al adversario,
aunque a este le queden todavía medios con los que resistir. Se utiliza para
que el oponente ceda y evite más daños. Es una violencia instrumental dentro de
un proceso de negociación. Por tanto, el proceso resultará más exitoso cuanto
menor sea el nivel de fuerza aplicado. Conforme aumente, más cerca se estará de
una victoria por fuerza bruta.
- La fuerza bruta persigue, sin embargo, la subyugación
completa, la imposición de los términos propios sin posibilidad alguna de
resistencia por parte del adversario. Y en ocasiones extremas puede traducirse
en el exterminio total de este.
Una vez clarificados ambos conceptos, veamos las vías
propuestas para conseguir la coerción desde el aire. La diferencia principal
era la selección de objetivos. De manera genérica podemos distinguir cuatro
categorías:
1. Ataque directo a la población civil. Su principal exponente fue el oficial italiano Giulio Douhet,
que llegó a justificar el lanzamiento de armas químicas sobre las ciudades
enemigas. Pretendía forzar la rendición aterrorizando a la población. De ese
modo, aunque el inicio de la guerra fuese brutal, el número último de víctimas
sería sustancialmente menor, en términos comparativos, al provocado por
combates terrestres estilo Primera Guerra Mundial. Douhet fue explícito: “sin
duda los cementerios se ampliarán, pero no llegarán a alcanzar el tamaño previo
a la firma del Tratado de Versalles”. Los estrategas británicos Basil Liddell Hart y John C.
Fuller también respaldaron el enfoque del mal menor, aunque trataron de rebajar
su nivel de destrucción. Para ello Liddell Hart propuso arrojar sobre de las
ciudades gases no letales con la esperanza de conseguir la victoria sin
masacrar civiles ni dañar sus propiedades. Y, una vez que estalló la guerra, tanto Liddell Hart como
Fuller protestaron públicamente contra los bombardeos indiscriminados del Comando
de Bombardero británico.
Para Douhet las ciudades debían ser el principal objetivo, aunque no el único.
Antes era necesario lograr la superioridad aérea con una fuerza propia
equilibrada de bombarderos y cazas, y mediante el ataque inicial a los
aeródromos y fábricas de aviación del adversario. En esos primeros momentos
también debía hostigarse desde el aire la movilización militar enemiga mediante
ataques de interdicción. No obstante, el factor decisivo sería el bombardeo de
los principales centro de población, que quebraría la resistencia material y
moral enemiga.
Giulio Douhet
2. Ataque al sistema económico y social enemigo. Sus proponentes, Hugh Trenchard en el lado británico y
William Mitchell en el norteamericano, también confiaban en que el impacto
moral de los bombardeos y la presión social llevarían a la rendición. En lugar
de bombardear masivamente a la población, proponían atacar lo que Mitchell
denominaba “centros vitales”: fábricas, nudos de comunicaciones, puertos y
otras infraestructuras. El británico Trenchard trató de imprimir así una
orientación de guerra económica al bombardeo estratégico de la RAF.[30]
Por su parte, la propuesta de Mitchell incluía puntos concretos de algunos
núcleos urbanos, de nuevo con bombas incendiarias o químicas, que forzasen su
evacuación.
Habría víctimas civiles, pero en menor número que en los bombardeos
apocalípticos de Douhet.
3. Ataque al sistema industrial enemigo. Una propuesta más refinada fue la de los analistas del Air
Corps Tactical School norteamericano (ACTS). Fundada en 1920, desarrolló los
principios de empleo del poder aéreo del US Army dando prioridad al bombardeo
estratégico (de ahí que muchos de sus integrantes y partidarios acabaran siendo
conocidos como “la mafia de los bombarderos”). Por sus aulas pasaron miles de
oficiales que estudiaron su pensamiento y doctrina. Entre los años 1935 y 1940
la ACTS elaboró la denominada “página de la teoría industrial”. Su objetivo era
acabar con la resistencia del adversario paralizando los “sistemas orgánicos”
de los que dependían la mayor parte de las fábricas y la población. En una
línea similar a Trenchard y Mitchell perseguían el colapso moral y económico
enemigo pero no bombardeando indiscriminadamente el tejido industrial sino
golpeando sólo sus nodos principales.
Ello requería identificar con exactitud esos puntos críticos tanto en abstracto
como después sobre el terreno. Y este era el gran problema. Exigía un
conocimiento muy detallado del sistema económico enemigo, sin caer en el error
de mirarse en una imagen especular propia. El sistema industrial norteamericano
difería del alemán o japonés, y en consecuencia las vulnerabilidades serían
otras. La lista de objetivos fue variando en los años previos a la guerra, y
una vez que los Estados Unidos entró en la contienda se redujeron básicamente a
dos para el caso alemán: los rodamientos y el suministro eléctrico. Respecto a
los primeros, es probable que no tuviesen tanto impacto industrial como se
diagnosticó y, en cuanto al suministro eléctrico, los bombardeos nunca llegaron
a interrumpirlo seriamente.
4. Ataque a las fuerzas militares enemigas en apoyo del poder
terrestre. Desde el punto de vista teórico, supuso el contrapunto de
este primer debate. Fue la postura de quienes entendieron que la efectividad
del poder aéreo sería mayor si actuaba de forma conjunta con el poder terrestre
y con el poder naval. Por razones de espacio en este documento vamos limitarnos
a la relación entre poder aéreo y poder terrestre, pero obviamente la Segunda
Guerra Mundial demostró la importancia de la aviación en la lucha antisubmarina
(batalla del Atlántico), en el bloqueo naval (minado de los puertos y cabos
japoneses por los B-29 norteamericanos) y sobre todo en la guerra aeronaval del
Pacífico.
Como acabamos de ver, Douhet minusvaloraba la misión de
apoyo a las fuerzas terrestres por considerarla un desperdicio de recursos.
Una opinión más o menos similar tenía William Mitchell, que otorgaba un rol
secundario al poder terrestre e inferior aún al naval.
Y tanto el enfoque norteamericano como el británico priorizaron el bombardeo
estratégico como herramienta de coerción independiente. Por ello, John Slessor,
que más tarde, en 1950, se convertiría en jefe de Estado Mayor de la RAF,
destacó como una de las voces minoritarias del lado británico durante el
periodo de entreguerras. En su libro Air Power and Armies, Slessor defendió el
empleo del poder aéreo en apoyo de la fuerza terrestre en misiones de
interdicción: atacando la retaguardia enemiga y sembrando el caos en los sistemas
de mando, logística, comunicaciones y unidades que se dirigiesen hacia el
frente.
Slessor, sin embargo, era contrario a un uso excesivo del
apoyo aéreo cercano, por ser más reactivo y necesitar de una estrecha
coordinación con las unidades sobre el terreno. Slessor no entendía el poder
aéreo como una herramienta subordinada al poder militar terrestre. Pensaba que
ambos debían actuar en tándem, y por eso recomendó que los planes de
operaciones terrestres incorporasen el factor aéreo como componente ineludible.
Esta visión minoritaria, en el plano teórico, pues en el
práctico la RAF y la USAAF apoyaron a las fuerzas terrestres en las campañas
del norte de África y de Europa, fue, sin embargo, una corriente aceptada en el
pensamiento alemán y soviético previo a la Segunda Guerra Mundial. Ello explica,
junto a desafíos tecnológicos no resueltos, que los alemanes no se dotasen de
bombarderos estratégicos similares al Lancaster británico o a los B-17 y B-29
norteamericanos (algo que echaron en falta en su campaña de bombardeo
estratégico sobre Inglaterra).
La aviación rusa sí contaba con bombarderos de largo alcance
(como el cuatrimotor TB-3), que suponían cerca del once por ciento de su flota
en junio de 1941. Pero se utilizaron principalmente en misiones de apoyo a las
operaciones terrestres, de acuerdo con su concepción del poder aéreo que, como
decimos, priorizaba el empleo táctico y operacional sobre el estratégico.
En el lado alemán, el General von Seekt, comandante en jefe
del ejército entre 1920 y 1926, entendía el poder aéreo como un elemento más de
las futuras operaciones terrestres. Para von Seeckt, la aviación debía
conseguir la superioridad aérea nada más empezar, para acto seguido atacar el
sistema de movilización y transporte enemigo. En paralelo, las fuerzas
terrestres tenían que abrirse paso y rodear al adversario paralizado por el
hostigamiento desde el aire. Se contemplaba el poder aéreo desde la óptica del
combate de armas combinadas, cuya importancia en la doctrina alemana se
remontaba al General prusiano Helmuth von Moltke “el viejo”.
El enfoque alemán tenía mucho de especulación. El Tratado de
Versalles impedía que Alemania se dotase de aviación militar (aunque
precisamente bajo la jefatura de von Seekt comenzó la colaboración con la URSS
para burlar dicha prohibición). Una vez restablecida la fuerza aérea tras la
llegada de los nazis al poder, la Luftwaffe barajó el bombardeo estratégico de
las ciudades, aunque acabó rechazándolo por considerar que lejos de hundir la
moral adversaria fortalecería la voluntad de resistencia enemiga.[42]
La teoría de la Luftwaffe en los años previos a la guerra mantuvo cierto
equilibrio entre las misiones de bombardeo estratégico y las de interdicción y
apoyo aéreo cercano. El principal teórico fue el General Walther Wever, que
ocupó la jefatura de la Luftwaffe desde el 1933 hasta su muerte en un accidente
de avión en 1936.
Tanto los alemanes como los soviéticos, estos últimos hasta
que las purgas de Stalin acabaron con el Mariscal Tujachevski, concibieron el
poder aéreo como un elemento integral del empleo combinado de armas y de lo que
los soviéticos llamaron la batalla en profundidad.[44]
Lo cual explica que la aviación de unos y otros estuviera orientada a lograr la
superioridad aérea sobre el teatro de operaciones y a misiones de interdicción
y apoyo cercano de la fuerza terrestre. En efecto, los alemanes le sacaron el
máximo rendimiento durante las campañas de Polonia, Bélgica, Holanda y Francia,
y en los primeros compases de la invasión de Rusia. Como también hicieron los
soviéticos en sus posteriores contraofensivas.
A modo de recapitulación, los puntos clave del primer debate
fueron los siguientes:
1. Consenso en que el poder aéreo sería un factor fundamental
de los futuros conflictos.
2. Disenso sobre el mejor modo de emplearlo dentro de la gran
estrategia bélica:
- Un primer grupo defendía la primacía del poder aéreo. Lo
consideraban capaz de doblegar por sí solo la voluntad de resistencia enemiga.
Sin embargo, diferían en el tipo de objetivos a bombardear. En esta postura se
encuadran: Giulio Douhet, Hugh Trenchard, William Mitchell, y los analistas y
profesores de la ACTS.
- Un segundo grupo (Slessor, von Seekt, Tujachevski y, en
menor medida, el General alemán Wever) entendieron el poder aéreo como una
herramienta que debía actuar conjuntamente con el poder terrestre para lograr
la victoria por coerción o por pura fuerza (utilizando la distinción de
Schelling).
Un último aspecto destacable del primer debate es que en
buena medida se realizó a tientas. A diferencia de autores como Clausewitz,
Jomini, Mahan o Corbett, sus protagonistas teorizaron sobre capacidades que
estaban por desarrollar o por ser contrastadas. Esto explica que sus propuestas
fuesen en ocasiones exageradas. Por ejemplo, la visión de Douhet de miles de
bombarderos penetrando el espacio aéreo enemigo sin apenas oposición. O la
confianza de la ACTS en la capacidad de autodefensa de las formaciones de
bombarderos B-17.
Tampoco se cumplió la promesa de acabar de manera rápida y
decisiva con la guerra. Ni la población alemana, ni la japonesa se rebelaron
contra sus gobernantes, ni tampoco estos se rindieron a pesar del enorme
castigo infringido desde el aire. Según la British Bombing Survey Unit de la
RAF, que evaluó los efectos de la campaña aliada sobre Alemania: “En la medida
en que la ofensiva contra las ciudades alemanas fue diseñada para romper la
moral de la población civil alemana, claramente fracasó”.
La conciencia de este fracaso, que ya era visible desde el comienzo del
bombardeo de ciudades, convirtió la campaña en una guerra de desgaste, tanto
para los que atacaban como para quienes defendían.
Durante el conflicto murieron más de 55.000 pilotos y tripulantes del Comando
de Bombarderos.
Lo que supuso una cuarta parte de todos los militares británicos muertos
durante la guerra y el 44% de los 125.000 que sirvieron en dicho mando de
bombardeo.
Por este motivo, el historiador Richard P. Hallion
recomienda que los primeros teóricos dejen de ser fuente de inspiración
doctrinal para el poder aéreo de nuestros días.[49]
Al margen de que esto sea o no correcto, sí sería un error convertir esta
primera discusión en una mera curiosidad histórica, pues como veremos en
seguida, algunas de sus ideas han permanecido en debates posteriores.
Segundo debate: el poder aéreo como gran herramienta
coercitiva
El segundo debate teórico tuvo lugar entre mediados de la
década de 1980 y finales de la de 1990. Pero antes hemos de hacer un breve
resumen de lo sucedido desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
Durante la contienda, la vertiente teórica del bombardeo
estratégico prevaleció entre los principales generales del USAAF. Aunque las
misiones de interdicción y apoyo aéreo cercano jugaron un papel indispensable
en las operaciones norteamericanas en el norte de África y Europa Occidental
entre los años 1942 y 1945, la cúpula de la USAAF, y su principal centro de
pensamiento, la ACTS, consideraron que el bombardeo estratégico de Alemania
debía ser su principal contribución a la guerra. Hasta el punto de que los
responsables de la Octava Fuerza Aérea, al igual que sus aliados del Comando de
Bombarderos británico, lamentaron el empleo de sus aviones en la preparación y
posterior apoyo de los desembarcos de Normandía.
Una vez finalizada la guerra, la primacía del bombardeo
estratégico continuó dominando el pensamiento teórico y la doctrina de la USAF.
El poderoso Comando Aéreo Estratégico (SAC) se creó en marzo de 1946, mientras
que la USAF nació un año más tarde, en septiembre de 1947. Según el historiador
militar Martin Van Creveld, el bombardeo estratégico no fue sólo la doctrina
predominante de aquellos primeros años sino “la vida y la razón de ser de la
organización”.
En su historia del poder aéreo norteamericano, Carl H.
Builder también coincide en que el SAC se convirtió en la piedra angular de la
USAF y en la encarnación de su teoría del poder aéreo. Aunque dicha teoría no
fuera algo central para muchos de los que sirvieron en sus filas, sí lo fue
para el núcleo de líderes de la fuerza aérea norteamericana.
Como consecuencia del protagonismo del SAC, la teoría del
bombardeo estratégico se transformó paulatinamente, durante las décadas de 1950
y 1960, en teoría de la disuasión nuclear, cuyo estudio y evolución queda fuera
del ámbito de este trabajo. El poder aéreo se presentaba no ya como una
herramienta fundamental para ganar las guerras, sino como piedra angular de la
supervivencia de la nación. Sin embargo, y a falta de una teoría comprehensiva
para el conjunto de la institución, la USAF se fue fragmentando en diversas
ramas (transporte, caza y ataque, inteligencia, etc.).
Por otra parte, el despliegue de cientos de misiles
balísticos intercontinentales (ICBMs) disminuyó desde finales de la década de
1960 la importancia de los bombarderos estratégicos tripulados. La guerra de
Vietnam introdujo además la aparente paradoja de que los B-52, diseñados para
atacar nuclearmente el corazón de la URSS, se emplearan para lanzar toneladas de
bombas convencionales, a menudo en misiones de interdicción. El conflicto de
Vietnam también potenció la denominada aviación táctica, lo que cambió en
cuestión de años la composición del generalato de la USAF (dando lugar a la
llamada “la mafia cazadora” en contraposición a la antigua “mafia de los bombarderos”).
Mientras tanto, la crisis interna que generó la guerra, en la sociedad
norteamericana y sobre todo en sus propias fuerzas armadas, dio lugar a una
renovada atención al frente europeo, y en concreto a la preparación de una
futura batalla convencional contra las fuerzas del Pacto de Varsovia.
La guerra de los Seis Días (1967) y la del Yom Kippur (1973)
habían demostrado las posibilidades y límites del poder aéreo en una guerra
convencional moderna. Los observadores del US Army extrajeron lecciones de
aquellos conflictos, sobre todo de la guerra del Yom Kippur, y a principios de
la década de 1980 el proceso culminó en la doctrina de la Batalla Aeroterrestre.
Con ella se recuperaba la idea de la guerra de maniobra y el énfasis en el
nivel operacional. La USAF asumía un rol de interdicción imprescindible para
colapsar la ofensiva soviética. Aunque sin ser exactamente lo mismo, este
enfoque se hacía eco de ideas compartidas durante el periodo de entreguerras
por el británico John Slessor, el alemán Walther Wever o el ruso Tujachevski.
Y es en este contexto donde arranca el segundo gran debate
teórico.
Nuevamente, el núcleo de la disputa consistió en si el poder
aéreo era capaz de conseguir la victoria por sí solo, o si era preferible
utilizarlo de manera conjunta con el poder terrestre y, en función del
escenario, también naval.
La polémica se inició con la publicación de los escritos del
Coronel de la USAF John A. Warden III. A diferencia de muchos oficiales
jóvenes, Warden (que había realizado 266 misiones de combate en Vietnam como
controlador aéreo avanzado en aparatos OV-10 Bronco) mostró interés por la
estrategia y la teoría del poder aéreo desde el comienzo de su carrera. Su paso
como estudiante por el National War Collegue de Washington entre 1985 y 1986 le
permitió sistematizar su pensamiento estratégico. Y en 1988 la editorial de
dicha institución publicó su libro The Air Campaign: Planning for Combat.
Al año siguiente fue nombrado responsable del Directorate of Warfighting
Concepts del Pentágono donde continuó desarrollando sus propuestas.
El núcleo de la teoría de Warden se basaba en los siguientes
principios:
1. La clave del éxito se encuentra en doblegar la voluntad del
enemigo. Es un principio básico de cualquier teoría de la guerra, a la que
Clausewitz definió como un duelo de voluntades. También es la esencia del
proceso de coerción.
2. La parálisis parcial o total del sistema adversario quebrará
su voluntad de lucha. Warden fundamenta su teoría en una visión sistémica del
enemigo a través del modelo de cinco círculos concéntricos que veremos a
continuación.
3. La parálisis del sistema enemigo se logrará de dos maneras
simultáneas:
- Atacando los centros de gravedad de dichos círculos
concéntricos desde el interior hacia el exterior.
- Realizando ataques simultáneos que saturen las capacidades
de respuesta y de recuperación del sistema enemigo. Warden considera que las
municiones guiadas y los sistemas de mando, control, comunicaciones e
inteligencia (C3I en aquel momento) permiten hacer realidad ese tipo de ataques
paralelos (parallel attacks). No así en periodos históricos previos.
La idea de parálisis estratégica se inspiraba parcialmente
en las propuestas de otro Coronel de la USAF, John Boyd, quien a través de su
famoso OODA Loop contemplaba la posibilidad de generar disfunciones en el
proceso de decisión adversario. Algo que a su vez se remonta a otros clásicos
de la estrategia del siglo XX como los británicos Basil Liddell Hart y John
Fuller, y en último término al centro de gravedad de Clausewitz.[58]
Warden ofrece su propia definición al respecto, entendiendo el centro de
gravedad como “el punto donde el enemigo es más vulnerable y el punto donde un
ataque tendrá más probabilidades de resultar decisivo”.
Según Warden, todas las organizaciones pueden ser entendidas
como un sistema formado por cinco círculos concéntricos (five rings system).
Los objetivos de los ataques aéreos no deben verse de manera aislada (unidades
militares, red de carreteras, economía que sostenía el esfuerzo bélico, etc.),
sino como partes integradas de un sistema mayor.
A diferencia de los teóricos del primer debate, como
Trenchard o los analistas de la ACTS, centrados en el colapso económico e
industrial del adversario, Warden puso el acento en la dimensión política, en
doblegar la voluntad de los decisores políticos de máximo nivel. La campaña
aérea se diseñaría para influir en ellos. No se bombardearía una fábrica o una
carretera por sus consecuencias sobre las fuerzas militares, sino por su efecto
sobre los responsables políticos y militares. Se trataba de elevar los costes
en términos de legitimidad y de reconstrucción posconflicto por encima de los
eventuales beneficios de continuar la guerra.
Gráfico 1. Sistema de los cinco círculos de John Warden
Los cinco círculos concéntricos del sistema enemigo se
ordenaban desde el centro hasta la periferia, según aparece en el gráfico 1.
Algunos ejemplos de los componentes de cada círculo serían:
- Liderazgo (gobierno, responsables militares, y sistemas de
mando y control),
- Orgánicos esenciales (electricidad, petróleo, dinero),
- Infraestructuras (carreteras, industrias, aeropuertos),
- Población,
- Fuerzas militares en el campo de batalla.
Según Warden, cada círculo concéntrico contaría con su
propio centro de gravedad, pudiendo existir uno o varios en cada círculo. El
sistema se degradaría en su totalidad cuando se neutralizase un número
suficiente de ellos. Por ejemplo, en el caso de la guerra de Irak de 1991, la
destrucción de treinta puentes entre Bagdad y Basora en las tres primeras
semanas de la contienda redujo el tránsito casi por completo e hizo caer el
suministro de las fuerzas desplegadas en Kuwait por debajo del nivel de
supervivencia.
No obstante, según Warden, lo más efectivo sería localizar y
dañar el auténtico centro de gravedad del sistema: el liderazgo. El plan de la
campaña aérea debía centrarse siempre en él. En caso de no ser posible, los
bombardeos se dedicarían a acabar con los centros de gravedad de otros círculos
concéntricos. Logrando la parálisis parcialmente “física” del sistema y, sobre
todo, su parálisis “psicológica”.
Por esa razón, aunque Warden es un claro defensor del
bombardeo estratégico, no excluye el resto de misiones armadas del poder aéreo:
superioridad aérea, sin ella sería extremadamente difícil mantener la campaña,
interdicción y apoyo aéreo cercano. Estas dos últimas podrían paralizar el
círculo concéntrico más externo del sistema: las unidades militares del frente.
Un último aspecto a destacar es el “ataque paralelo”
(parallel attack). Según Warden, la parálisis estratégica se lograría pasando
de un sistema de operaciones secuenciales (bombardeo, seguido al cabo del
tiempo de otro bombardeo, y entre medias recuperación adaptación del
adversario) a otro de acciones simultáneas en diversos puntos del sistema de
enemigo: una campaña aérea masiva que golpease a la vez los distintos centros
de gravedad a lo largo y ancho de todo el escenario de la guerra. Sometido a
esa multitud de ataques, el enemigo no tendría oportunidad de recuperarse, ni
de responder de manera efectiva.
Warden creía que los avances tecnológicos (sistemas C3I, aviones stealth,
bombas guiadas por láser, misiles de crucero, etc.) posibilitaban, mejor que en
ningún otro momento histórico, ese tipo de ataques paralelos.
Su confianza en la tecnología era acorde con el entusiasmo despertado por la
guerra del Golfo de 1991 y la teorización en torno a la Revolución en los
Asuntos Militares (RMA).
Las ideas de Warden fueron la base de la operación Instant
Thunder, la plantilla inicial de la campaña de ataques aéreos contra Irak en la
guerra del Golfo de 1991. En 1990 Warden dirigía una unidad de estrategia de la
USAF conocida como “Checkmate”. Él y su equipo ofrecieron un plan que
supuestamente permitiría incapacitar, desacreditar y aislar al régimen de Sadam
Hussein tras una semana de intensos bombardeos. Según el General Schwarzkopf,
comandante de las fuerzas de la coalición en aquel conflicto, la propuesta del
Coronel Warden buscaba la rendición iraquí sin necesidad de enfrentarse a sus
fuerzas terrestres.
Sin embargo, el plan de Warden no convenció al entonces
presidente de la junta de jefes de Estado Mayor, General Colin Powell, ni
tampoco al comandante del US Army en el teatro de operaciones, ni, muy
significativamente, al General de la USAF Charles Horner, jefe del componente
aéreo de la coalición.[67]
La propuesta que el Pentágono presentó finalmente a la Casa Blanca incluía un
prolongado bombardeo de desgaste contra las fuerzas iraquíes desplegadas en
Irak en previsión de una campaña terrestre. Fue así como Instant Thunder acabó
convirtiéndose en Offensive Campaign Phase I, de las cuatro etapas de Desert
Storm.
Las ideas de Warden coincidían en parte con las Operaciones
Basadas en Efectos (EBO en sus iniciales en inglés). Su propósito último era
influir sobre la voluntad de lucha del adversario, mediante la aplicación
coordinada de distintas capacidades militares, de modo que se alcanzasen los
objetivos estratégicos deseados. Las EBO despertaron una notable atención a
raíz de la Guerra del Golfo de 1991 y permearon en el desarrollo de la RMA y la
consiguiente Transformación de la Defensa. El término EBO desapareció del
vocabulario castrense norteamericano a partir de 2008, pero el concepto
permanece y en gran medida se inserta en el todavía vigente Enfoque Integral
(Comprehensive Approach).
Las expectativas de una guerra limitada en el tiempo y
alcance, con un número muy reducido de bajas propias y civiles del adversario,
sintonizaron a la perfección con los condicionantes políticos y sociales.
De hecho, se dio un proceso de retroalimentación entre el cambio en la
actuación de los ejércitos y la demanda política y social al respecto. Algo
común en los grandes procesos de cambio militar.
La sociedad y los responsables políticos esperaban y pedían operaciones
quirúrgicas y, por su parte, las organizaciones militares (fundamentalmente las
fuerzas aéreas, también en su vertiente aeronaval) se adaptaban y trataban de
proporcionárselas. Un indicador de ello fue la proporción de municiones guiadas
utilizadas en los conflictos que siguieron a la guerra del Golfo. Si en la
guerra de Irak de 1991 apenas el 8 por ciento de las municiones utilizadas por los
Estados Unidos fueron guiadas, la ratio subió al 35 por ciento en Kosovo en
1991 y al 57 por cien al comienzo de la operación Libertad Duradera en 2001.
La propuesta teórica de Warden ha sido objeto de importantes
críticas. La principal es su carácter excesivamente mecanicista y prescriptivo.
Se inserta en la tradición encarnada por Antoine-Henri de Jomini a principios
del siglo XIX, según la cual sería posible reducir la estrategia y la
conducción de la guerra a un conjunto de principios y reglas generales.
La teoría de Warden parece minusvalorar la incertidumbre de la guerra, su
carácter no lineal y la reacción del oponente, tal como la interpretó
Clausewitz, también en las primeras décadas del XIX.
Para ser efectiva, la estrategia propuesta por Warden
requeriría conocer en detalle el sistema enemigo y medir con exactitud los
efectos generados durante el desarrollo de la campaña aérea. Pero en la
práctica resulta enormemente difícil comprender en profundidad tanto el sistema
adversario como las consecuencias reales provocadas por los bombardeos.
Por otra parte, en el modelo de Warden da la impresión de
que el oponente permanece pasivo.
La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que los adversarios se
adaptan, reaccionan y a menudo son lo suficientemente redundantes como para
evitar el colapso sistémico perseguido por el tipo de campaña aérea defendida
por Warden.
Precisamente, en aquellos años de euforia tras la victoria del Golfo de 1991 y
de confianza en la abrumadora ventaja tecnológica del poder aéreo
norteamericano, Eliot A. Cohen advirtió proféticamente que los enemigos de
Estados Unidos buscarían alternativas con las que contrarrestar su superioridad
en el campo de batalla convencional.
El polo opuesto de este segundo debate está representado por
Robert A. Pape, autor del libro Bombing to Win. Air Power and Coercion in War,
publicado en 1996.
La relevancia de su trabajo también merece una exposición detallada.
Pape asume la distinción de Thomas C. Schelling, ya
mencionada anteriormente, entre fuerza bruta y coerción. A partir de ella, Pape
estudia la capacidad coercitiva del poder aéreo. Inspirándose en la teoría
clásica de la disuasión distingue dos tipos de estrategias coercitivas: la de
castigo (punishment) y la de negación (denial).
Según Pape, la estrategia de castigo se puede llevar a cabo
de tres modos distintos:
- Bombardeos estratégicos que dañen directa o indirectamente a
la población civil. Serían acordes con las propuestas teóricas de Douhet,
Mitchell, Trenchard y la “industrial web theory” de la ACTS norteamericana.
Desde el punto de vista histórico se corresponderían con los bombardeos sobre
industrias y ciudades durante la Segunda Guerra Mundial.
- Bombardeos estratégicos que sigan una escala gradual de
destrucción. Se corresponden con lo que Schelling denomina estrategia de
riesgo (risk strategy).
Es similar a la anterior pero la destrucción iría in crescendo, acompañada de
amenazas antes de subir un nuevo peldaño. Perseguiría coaccionar al adversario
limitando la escala del conflicto. La campaña norteamericana Rolling Thunder
(marzo de 1965 – noviembre de 1968) durante la guerra de Vietnam es, según
Pape, el ejemplo más destacado de este tipo de estrategia.
- Decapitación, tratando de matar a los responsables políticos
o de debilitar su capacidad de mando y control. Chantajearía a las élites e incrementaría el riesgo de
parálisis estratégica o de revuelta popular. Tal como hemos visto, este tipo de
campaña aérea se correspondería con la propuesta de John A. Warden y con la
primera fase de bombardeos en la guerra del Golfo de 1991. También pertenece a
esta categoría el bombardeo de la residencia de Gadafi durante la operación El
Dorado Canyon en abril de 1986.
Según Pape, el poder aéreo como instrumento de coerción por
castigo no funciona cuando la cuestión en liza afecta a los intereses vitales
del oponente. Por ejemplo, aceptar la derrota en la guerra, perder territorios
que se consideran propios o sufrir un cambio de régimen. La conclusión de Pape
se basa en el análisis cuantitativo de las treinta seis campañas de bombardeo
estratégico acaecidas hasta el momento de publicar su libro, y en el estudio
detallado de las cinco más relevantes de ellas: Japón 1945, Alemania 1945,
Corea 1953, Vietnam 1965-1968 y 1972, e Irak 1991.
Sin embargo, continúa Pape, el poder aéreo sí adquiere
utilidad coercitiva cuando se utiliza como parte de una estrategia de negación.
La coerción se conseguiría quebrando la estrategia militar del enemigo.
Haciéndole ver que no logrará lo que persigue por medios militares, y que
seguir combatiendo sólo le acarrará mayores pérdidas.
La estrategia coercitiva por negación requeriría del poder
terrestre además del poder aéreo.
También del poder naval, cuando la geopolítica lo permita, aunque, según Pape,
la capacidad de negación de este último sea menor.
Al trabajar de manera conjunta, el poder aéreo debilitaría las fuerzas enemigas
permitiendo que las fuerzas terrestres se impongan a un coste no prohibitivo.
De este modo, las misiones fundamentales del poder aéreo deberían ser:
- Apoyo aéreo cercano, atacando a las fuerzas enemigas en
primera línea del frente.
- Interdicción operacional, atacando la logística, los centros
de mando, las redes de comunicación y las fuerzas en tránsito adversarias.
- Interdicción estratégica.
Pape la entiende como bombardeo de la industria militar
adversaria y de sus redes nacionales de transporte con el fin de interrumpir el
suministro del frente. Según este autor, sólo resultaría útil en guerras
prolongadas de desgaste.
El poder aéreo, como parte de una estrategia coercitiva de
negación, también resultaría útil si el adversario no cede y se opta por una
victoria de “fuerza bruta”. Pape considera además que los avances tecnológicos,
en especial, las municiones guiadas, refuerzan las estrategias de negación al
mejorar la eficacia de los ataques contra las fuerzas militares oponentes.
Como consecuencia de todo esto, y de otras ideas relacionadas
que por motivos de espacio no vamos a desarrollar, Robert A. Pape concluye que
el poder aéreo debería dedicarse fundamentalmente al apoyo de las fuerzas
terrestres, con el fin de quebrar la estrategia militar adversaria. La idea no
es original, y Pape lo reconoce al citar a John C. Slessor, que como ya hemos
visto en el epígrafe anterior también abogaba por la actuación conjunta
tierra-aire.
Al negar contundentemente la utilidad del bombardeo
estratégico, Robert A. Pape se enfrentó a la postura de John A. Warden y de
muchos de los primeros teóricos del poder aéreo. También desafió la orientación
estratégica que había facilitado la independencia institucional de la USAF, y
que como hemos visto se mantuvo vigente durante las primeras dos décadas de la
Guerra Fría.
Un año después de publicar Bombing to Win, Pape polarizó aún más sus argumentos
al afirmar que debía priorizarse la adquisición de aviones de apoyo aéreo
cercano como el A-10, y de aviones de combate y ataque al suelo como el F-15E,
en detrimento de bombarderos como el B-2.
Como era de esperar, el trabajo de Pape suscitó ardientes
críticas, algunas de ellas por parte de oficiales de la USAF y otras de
académicos.
En el invierno de 1997/1998, la revista científica Security Studies publicó un
intercambio de opiniones a raíz del libro Bombing to Win que incluía artículos
de Pape y Warden.
En un número posterior de la misma revista, Karl Mueller
trató de ofrecer una visión intermedia.
Según Mueller, la cuestión no era si el bombardeo estratégico logra o no la
coerción por sí sólo, sino si es útil y si contribuye al esfuerzo bélico. Los
principales argumentos de Mueller al respecto fueron:
- El bombardeo estratégico es una herramienta coercitiva en sí
misma, aunque debe ir acompañada de otras medidas. Mueller pone como ejemplo la
campaña aérea de la guerra del Golfo de 1991, valorando positivamente su
capacidad coercitiva, pero en concierto con la amenaza, cumplida, de
intervención terrestre.
- El bombardeo estratégico contribuye al esfuerzo coercitivo
conjunto. Mueller cita como ejemplo la rendición italiana en la Segunda Guerra
Mundial. La amenaza de bombardeos estratégicos sobre las ciudades italianas y
la probable destrucción de su rico patrimonio cultural influyeron en la
decisión de rendirse (además de la invasión aliada de Sicilia).
- El bombardeo estratégico puede ser útil incluso cuando la
coerción falla y es necesario lograr la victoria a través de la “fuerza bruta”.
Mueller pone como ejemplo los bombardeos de los Vulcan británicos contra la
pista de Port Stanley en la guerra de Malvinas de 1982.
- También es válido cuando se opta por la “fuerza bruta” en
acciones muy puntuales, como el bombardeo israelí al reactor nuclear iraquí de
Osirak en junio de 1981 (y años más tarde contra otro reactor nuclear en Siria
en septiembre de 2007).
- Las acciones de bombardeo estratégico pueden cumplir
funciones políticas diferentes a la coerción por castigo o negación. Sería el
caso de acciones con finalidad de política interna, que por ejemplo envíen el
mensaje de que el gobierno “está haciendo algo” y que transmitan la imagen de
llevar la iniciativa. Mueller cita como ejemplo el raid de Doolittle sobre
Tokio en abril de 1942.
- Al mismo tiempo, Mueller considera que el bombardeo
estratégico puede afectar a la actitud del oponente durante posguerra,
reforzando la disuasión del vencedor. En ese sentido, la siembra de destrucción
y muerte sobre las ciudades alemanas y japonesas durante la Segunda Guerra
Mundial pudo jugar cierto papel en la transformación pacífica de ambas
sociedades.
- Mueller reconoce la dificultad de que el bombardeo
estratégico logre la “decapitación” del sistema adversario, pero afirma que es
prematuro descartar esta opción por completo.
Ciertamente, aunque como un elemento más, la campaña de ataques con drones
armados contra Al Qaeda Central en Pakistán a lo largo de la década de 2000 y
comienzos de la de 2010 generó disfunciones severas en la cúpula de la
organización de Bin Laden.
- Finalmente, Mueller critica la distinción de Pape entre
aviones supuestamente dedicados en exclusiva a misiones de bombardeo
estratégico, con otros diseñados para operaciones tácticas o de teatro, propias
de estrategias de coerción por negación. En efecto, este es uno de los puntos
más débiles de la argumentación de Pape que también ha sido criticado por otros
autores.
Como ya se ha señalado, el ataque estratégico es aquel cuyos efectos
trascienden el nivel táctico y operacional, incidiendo de manera directa en la
consecución de los objetivos de la guerra. Que sea o no estratégico, no depende
ni del tipo de arma utilizada ni del modelo de avión. Durante la Segunda Guerra
Mundial se emplearon bombarderos pesados para realizar ataques de saturación
sobre las defensas alemanas en Normandía, y aviones tácticos como el Ju-87
Stuka para bombardear objetivos estratégicos. Tanto en Vietnam como en la
guerra del Golfo de 1991, los bombarderos B-52 realizaron fundamentalmente
misiones de interdicción e incluso de apoyo aéreo cercano (más tarde también lo
hicieron con municiones guiadas en Afganistán e Irak). Mientras que aviones que
Pape identifica como tácticos o de teatro, como el F-15E, realizaron en Irak
numerosos bombardeos de objetivos que podrían ser considerados estratégicos.
Pocos años después de la publicación de los trabajos que
estamos comentando, la campaña aérea de la OTAN en Kosovo en 1999 reavivó de
nuevo el debate, dando aparentemente la razón a quienes defendían la capacidad
coercitiva del poder aéreo en solitario.
No obstante, hubo otros factores añadidos como la amenaza de una intervención
terrestre, el fortalecimiento del Ejército de Liberación de Kosovo, o, sobre
todo, el hecho de que Moscú retirase su apoyo a Serbia a la hora de que el
régimen de Milosevic cediera.
A raíz de esa cuestión Daniel L. Byman y Matthew C. Waxman
propusieron superar el debate de si el poder aéreo es o no capaz de lograr la
coerción por sí sólo. Al plantearse así caricaturizaba y confundía la auténtica
contribución y límites del poder aéreo.
En su lugar Byman y Waxman proponían el siguiente modelo a la hora de entender
su capacidad coercitiva:
- La variable dependiente sería la probabilidad de rendición
del adversario.
- La variable independiente (la explicativa) sería la amenaza
del aumento de costes que genera el poder aéreo empleado, no en lugar de, sino
en combinación con la posibilidad de acción militar terrestre.
- La probabilidad de que la coerción tenga éxito depende del
impacto esperado por la amenaza de quien coerce, y de las respuestas
disponibles para quien es objeto de la coerción. Por tanto, a la hora de
evaluar las herramientas de coerción no habría que fijarse sólo en los costes
percibidos, generados por las amenazas, sino también en cómo las estrategias de
coerción bloquean las eventuales respuestas del adversario.
De este modo, el poder aéreo tanto en misiones de bombardeo
estratégico como en otras de apoyo a las fuerzas terrestres (superioridad
aérea, interdicción y apoyo aéreo cercano) debería entenderse siempre como una
herramienta que, gracias a sus especificidades y empleada sinérgicamente con
otros instrumentos, contribuiría a la gran estrategia diseñada para ese
conflicto.
El llamamiento de Byman y Waxman a pensar en clave sinérgica
no puso punto final a la polémica. Esta se transformó a partir de lo sucedido
tras el 11-S. Una nueva etapa que nos lleva al tercer y último debate de
nuestro estudio.
Tercer debate: el poder aéreo como alternativa al “botas en
el suelo”
Los primeros compases de la reacción militar norteamericana
a los atentados de Washington y Nueva York dieron lugar a una nueva discusión
teórica sobre la primacía del poder aéreo. Giró en torno a lo que se denominó
el “modelo Afganistán” (the Afghanistan model): la combinación de fuerzas de
operaciones especiales, milicias autóctonas y ataques aéreos de precisión que
logró derribar en pocos meses al régimen talibán.
En esta ocasión el debate fue mucho menos polarizado y
pronto se logró cierto espacio de acuerdo. Su contenido resulta relevante a día
de hoy, pues el modelo Afganistán es en buena medida el que se está aplicando
contra el Daesh en Siria, Irak y Libia.
Nada más producirse los atentados del 11-S, el presidente
Bush solicitó alternativas para deponer al régimen talibán, que cobijaba a
Osama Bin Laden y a gran parte de la infraestructura de Al Qaida. Se le
presentaron dos planes. El más convencional provenía del Estado Mayor Conjunto
y requería el empleo de varias divisiones del US Army y meses de preparación.
La segunda opción, a instancias de la CIA, apostaba por combinar fuerzas de
operaciones especiales, milicias de la Alianza del Norte afgana y poder aéreo.
La Administración Bush optó por el segundo plan. La
situación política demandaba una acción inmediata y las peculiaridades
geográficas de Afganistán dificultaban el despliegue y sostenimiento de un gran
contingente militar. También pesaba la mala experiencia de los soviéticos en la
década de 1980. En este caso, las propiedades inherentes al poder aéreo
(flexibilidad, ubicuidad, velocidad, alcance) inclinaron claramente la balanza
a favor de su protagonismo.
Durante las primeras dos semanas de bombardeos la situación
permaneció en gran medida estancada. Los ataques aéreos destruyeron los escasos
“objetivos estratégicos” que poseía el régimen. Los talibanes dispersaron una
parte de sus fuerzas y atrincheraron sólidamente a la otra. No fue hasta el 21
de octubre, momento en el que los operadores especiales norteamericanos
comenzaron a marcar objetivos desde primera línea, cuando puede hablarse de la
aparición del “modelo Afganistán” y de un inicio real de los avances. A lo
largo de las siguientes semanas fueron cayendo Mazar-i-Sharif, Kabul, Kunduz y,
por último, Kandahar el 7 de diciembre.
La rapidez de la victoria generó titulares y columnas de
opinión que daban gran parte del mérito al poder aéreo (merecidamente), y que
calificaban el nuevo modelo de “revolucionario”.
Nuevamente se planteaba la cuestión de ganar las guerras desde el aire, sin una
participación a gran escala de fuerzas terrestres.
Soslayando los análisis superficiales y la euforia del
momento, vamos a comentar brevemente dos posturas que recogen lo esencial de
aquel debate y que, como decimos, pronto coincidieron en un terreno más o menos
común.
Un ejemplo de la postura partidaria al modelo Afganistán fue
el artículo “Ganar con aliados. El valor estratégico del modelo afgano” de
Richard B. Andrés, Craig Wills y Thomas E. Griffith Jr. publicado en la revista
científica International Security. Sin que ello quite valor alguno a su
trabajo, resulta conveniente señalar la vinculación profesional de los tres
autores con la USAF.
El argumento principal es que la combinación de operadores
especiales, milicias autóctonas y poder aéreo proporciona un modelo robusto y
aplicable en futuras intervenciones militares. Los autores daban las siguientes
razones a partir de la experiencia afgana:
- Gracias a los avances tecnológicos, los operadores
especiales son capaces de designar blancos con exactitud a las municiones
guiadas de la aviación. Esto supone una mejora significativa respecto a
Vietnam, donde ya se había ensayado el empleo combinado de operadores, fuerzas
autóctonas y poder aéreo con resultados insatisfactorios.
- Las sinergias que creó el modelo superaron al sistema defensivo
adversario. Hasta entonces los talibanes habían utilizado contra la Alianza del
Norte una defensa en profundidad: varias líneas defensivas, hostigamiento
artillero contra quienes las penetraran y reservas móviles con las que
contraatacar. El poder aéreo destruyó las posiciones defensivas de los talibanes
con una eficacia mayor a la que habrían proporcionado las salvas artilleras.
Impidió las comunicaciones por radio de los talibanes, atacando las fuentes de
emisión. Y hostigó las concentraciones y movimientos de las reservas, así como
su fuego artillero.
- En consecuencia, la balanza en el combate terrestre se
inclinó a favor de una fuerza atacante numéricamente inferior a la que
defendía. Los talibanes gozaron de ventaja durante toda la campaña, a menudo en
una proporción de miles frente a cientos. En Mazar-i-Sharif por ejemplo, dos
mil atacantes se enfrentaron a cinco mil talibanes. Según los autores, este
hecho, que contradice la norma del tres a uno para quien ataca, sería una
prueba del carácter “revolucionario” del modelo.
- El modelo Afganistán se aplicó de nuevo con éxito, según
estos autores, durante la invasión de Irak en 2003. Se utilizó para acosar a
las divisiones iraquíes desplegadas en el norte, evitando que se trasladasen al
sur, donde se estaba produciendo la ofensiva principal. Se logró con un pequeño
contingente de operadores especiales norteamericanos, ataques aéreos y varios
miles de peshmergas kurdos.
Craig, Wills y Griffith reconocían en su artículo que el
modelo Afganistán no resulta aplicable en todas las circunstancias (ninguna
herramienta estratégica lo es). Pero sí sería lo suficientemente efectivo como
para proporcionar algunas ventajas de carácter político. En concreto:
- Disminuye el coste en vidas y recursos de las misiones de
estabilización y contrainsurgencia. El protagonismo de los combates terrestres
recaería en fuerzas autóctonas que, con mayor probabilidad que las
norteamericanas, serían recibidas como libertadoras una vez alcanzada la
victoria.
- Aumenta la capacidad militar de los Estados Unidos. Dicha
capacidad, entendida en su sentido amplio, no el técnico militar, incluye,
además de los instrumentos militares, la voluntad de emplearlos. El modelo
Afganistán, con su bajo perfil de unidades terrestres (decenas o, como mucho,
unos cientos de operadores especiales) y las ventajas inherentes al poder
aéreo, ofrece una opción más aceptable políticamente.
- Potencia y flexibiliza la diplomacia coercitiva, dotando de
mayor credibilidad a la amenaza de empleo de la fuerza.
Los partidarios del modelo Afganistán ponían el acento en
sus aspectos positivos y reconocían al mismo tiempo la dificultad de exportarlo
a otras situaciones. Se trataba de una opción estratégica que, en función de
las circunstancias, podía resultar más adecuada y efectiva que una intervención
terrestre a gran escala.
No obstante, algunos de los partidarios del modelo
Afganistán, incluyendo los autores del artículo que acabamos de comentar, no
fueron capaces de evitar ciertas afirmaciones que recuerdan a argumentos
clásicos del debate que hemos venido tratando: “El pesimismo sobre el modelo
afgano ha sido extraviado. El modelo representa una nueva herramienta
importante, incluso revolucionaria, en el arsenal de política exterior de los
Estados Unidos. En última instancia, el modelo permitió al ejército
estadounidense sustituir la potencia aérea, la SOF y los aliados locales por
decenas de miles de tropas estadounidenses en las dos últimas guerras. Esta es
la economía de la fuerza en su forma más pura”. Lo cual proporcionó munición
teórica a sus críticos.
Uno de los más destacados es Stephen D. Biddle. Según este
autor, para que el modelo Afganistán funcione deben cumplirse dos requisitos:
- Las fuerzas autóctonas han de estar altamente motivadas
- Deben ser tan competentes militarmente o más que las del
adversario.
Si no son capaces de tomar terreno fuertemente defendido, el modelo entra en
quiebra.
Biddle analiza detalladamente el inicio de la campaña afgana
y dos batallas posteriores: la de Tora Bora (diciembre de 2001) y la operación
Anaconda (marzo de 2002).
Destaca, que a pesar de los avances tecnológicos, continúa siendo muy difícil
acertar desde el aire a fuerzas que saben aprovechar el terreno manteniendo su
capacidad defensiva.
Lejos de ser la panacea, el poder aéreo sería un elemento del sistema. Y, en
caso de que fallase el componente terrestre autóctono, la aviación y las
fuerzas de operaciones especiales norteamericanas no podrían alcanzar la
victoria.
Dada la dificultad de encontrar aliados sobre el terreno
auténticamente competentes y fiables, el modelo Afganistán resultaría poco
generalizable y estaría lejos de convertirse en una “revolución” en el modo
hacer la guerra.
En una línea similar Michael E. O’Hanlon sostiene que las
fuerzas autóctonas rara vez combatirán de un modo que resulte congruente con
los intereses de los Estados Unidos.
Desarrollando un poco más el argumento de este autor, y aprovechando la
perspectiva que nos ofrecen las intervenciones militares ocurridas desde
entonces, constatamos que este es uno de los puntos más problemáticos del
modelo Afganistán: la incapacidad de controlar el desarrollo de los
acontecimientos sobre el terreno. Tanto durante la marcha del conflicto, pensemos,
por ejemplo, en el asesinato de prisioneros o en la masacre de civiles por
parte de las fuerzas autóctonas a las que se esté apoyando, como una vez
finalizada la guerra (en caso de que realmente termine). Un ejemplo sería la
intervención aliada en Libia en 2011, donde la caída del régimen de Gadafi
trajo aun mayor inestabilidad. La misma incógnita queda abierta a día de hoy
con el apoyo los peshmergas kurdos en Siria, o al ejército regular y a las
milicias chiíes en Irak en la lucha contra el Daesh.
A ello hay que añadir, los límites del poder aéreo al atacar
núcleos urbanos (por ejemplo en Irak y Siria) donde por muy precisas que sean
las municiones se corre un grave riesgo de matar y herir a no combatientes.
Incluso en el escasamente urbanizado Afganistán, aunque en un contexto
diferente a la ofensiva inicial de otoño de 2001, los ataques aéreos han
provocado la muerte de cientos de civiles. La mayoría de ellos en ataques
aéreos no planificados, realizados en situaciones de emergencia.
Además de la tragedia humana, sus consecuencias son contraproducentes en
términos políticos y mediáticos, y generan un profundo rechazo en la población
autóctona que dificulta las labores de estabilización.
Durante su periodo al frente de la ISAF, el General McChrystal fue explícito al
respecto: “Caballeros, tenemos que entender las implicaciones de lo que estamos
haciendo. El poder del aire contiene las semillas de nuestra propia
destrucción. ¿Un tipo con un rifle de cañón largo se mete en un complejo y le
lanzamos una bomba de 500 libras? Las bajas civiles no son sólo una realidad
con la prensa de Washington. Son una realidad para el pueblo afgano. Si usamos
la potencia aérea irresponsablemente, podemos perder esta lucha”.
Por último, el modelo Afganistán depende de la capacidad del
poder aéreo para responder de manera casi instantánea a la marcha de la
batalla. Lo cual plantea serios problemas. Además de la limitación de recursos,
siempre estará presente la “fricción” de Clausewitz. Como afirma Martin Van
Creveld, por mucho que se esté acortando la cadena que une “sensores con los tiradores”
pensar en una disponibilidad inmediata es engañoso.
Un año después de la caída del régimen talibán, el jefe de Estado Mayor del US
Army, General Eric Shinseki, se quejaba de que las unidades terrestres tenían
que esperar una media de veinticinco minutos hasta que llegase el apoyo aéreo.
Por lo que en muchas ocasiones acudía cuando ya había terminado la acción.
Durante la operación Plomo Fundido (2008-2009), las IDF israelíes rebajaron el
tiempo a apenas treinta segundos, pero gracias a que sus helicópteros Apache
estaban continuamente en el aire, orbitando sobre una franja de territorio
reducida. En un campo de batalla más extenso o luchando contra un enemigo con
cañones antiaéreos ligeros o con MANPADS dicho apoyo aéreo no habría sido ni de
lejos tan inmediato.
Conclusión
Colin S. Gray añade un cuarto elemento al triángulo de la
estrategia: las suposiciones. Que afectan a cada uno de los otros tres
elementos: los fines, los modos y los medios.
El debate sobre la supuesta primacía del poder aéreo gira fundamentalmente en
torno a los modos, y a las suposiciones sobre esos modos. Cómo lograr con los
medios disponibles los efectos estratégicos deseados.
Pero inevitablemente dicho debate está relacionado también
con los medios, las capacidades en su sentido integral: materiales,
infraestructura, recursos humanos, adiestramiento, doctrina y organización.
Como consecuencia, la reflexión teórica sobre el rol del poder aéreo trasciende
el ámbito de lo especulativo y genera múltiples ramificaciones. Sus impactos
sobre la preparación de la fuerza y, cuando llega el momento, sobre su empleo
es real y sustantivo. Por citar un par de ejemplos históricos, el triunfo de
las ideas que priorizaban el bombardeo estratégico en detrimento agudo de otras
misiones en la recién independizada USAF, pasó una dolorosa factura a su
capacidad para prestar apoyo aéreo cercano muy pocos años después, durante la
guerra de Corea.
Igualmente, el escaso interés de la Luftwaffe por el bombardeo estratégico se
hizo sentir cuando el nivel político decidió aplicarlo de manera continuada en
la Segunda Guerra Mundial. Sus bombarderos medios y ligeros fueron aptos para
atacar Varsovia o Róterdam pero no tan adecuados en la batalla de Inglaterra.
En definitiva, entender cuál puede ser la contribución real
del poder aéreo en la gran estrategia, y en las estrategias específicas de cada
conflicto, constituye el primer paso para que resulte estratégicamente
efectivo. Del mismo modo, la aparición de tecnologías radicalmente nuevas lleva
aparejado un esfuerzo por comprender en profundidad sus fortalezas y
limitaciones. La trayectoria intelectual que hemos ido analizando a lo largo de
estas páginas refleja ese deseo por encontrar el lugar del poder aéreo dentro
la estrategia militar. Se trata de un proceso inacabado. Sensible a los nuevos
avances tecnológicos y a las necesidades del entorno estratégico. Conocer sus
raíces teóricas nos ayuda a entender su situación actual y su evolución futura.
(*) Profesor Titular de Ciencia Política y miembro del Grupo
de Estudios en Seguridad Internacional (GESI) de la Universidad de Granada.